viernes, 24 de julio de 2009

LA SUPERSTICIÓN MEDIÁTICA

Tras la Segunda Guerra Mundial, el mundo quedó dividido en dos grandes bloques ideológicos que libraron hasta la caída del muro de Berlín, en 1989, la llamada «guerra fría». Ante la amenaza del comunismo, las potencias occidentales activaron la más soberbia campaña de propaganda que, sustentada en los fundamentos liberales, tuvo como bandera la sociedad del bienestar. En este contexto, las fuerzas capitalistas desarrollaron con extraordinario ímpetu la sociedad de consumo hasta establecer en pocas décadas el concepto de mercado como rector de la vida de individuos y pueblos.
El nuevo culto, si bien aceleró notables progresos científicos y tecnológicos que elevaron el nivel de vida en los países industrializados, no sólo ahondó las diferencias entre ricos y pobres, sino que impuso y naturalizó conductas y valores pervertidos, que han afectado las relaciones sociales y los gustos y percepciones que los individuos tienen de las personas y las cosas. Es así como ha sido consagrado el culto del número, la cifrada divinidad que revela las verdades a través de la estadística y designa a las masas como profetas de la bondad y la calidad.
Toda religión se sostiene en una superstición y el culto del número es alimentado por la superstición mediática. Esta superstición, al mismo tiempo que anula la capacidad individual de crear, imaginar, opinar, sentir y ver, que reduce el pensamiento y el discurso político a etiquetas y eslóganes, crea una realidad virtual en la que los individuos de carne y hueso creen no existir si no están en dicha realidad. Una realidad en la que el pensamiento único, el estilo internacional, la corrección política, la crónica, etc. se levantan como oscuros eufemismos que ocultan la verdadera, compleja y dramática realidad del mundo. ¿Qué hacer entonces, sino resistir atrincherado en tus principios y, como digo en unos versos de Nadadores de altura: «Y nadar. Y decir. Y nadar. Y decir./Al fin, decir. Estoy aquí. Estoy aquí. Vivo. / En ningún sitio. En ningún nombre. Libre. »
Imagen: La recuperación de la plusvalía, Balthus.

viernes, 17 de julio de 2009

EL COMPROMISO DE OLIVIA DE HAVILLAND


Las autobiografías de los personajes públicos siempre tienen atractivo, porque permiten al lector conocer los entresijos y los chismes de una vida y su entorno. Esta curiosidad casi morbosa de la gente «común» es la que reporta tanto éxito a este tipo de libros y, en el colmo de la frivolidad, sustenta las audiencias y las tiradas de los programas de televisión y revistas «rosas».
Olivia de Havilland, una de las viejas glorias de Hollywood -la magnífica Melanie Hamilton de Lo que el viento se llevó, interpretación que le supuso su candidatura al Oscar-, cuenta muchas batallitas que seguramente gustarán a cinéfilos y mitómanos. Pero, según ella anticipa en una entrevista, en el libro hay una historia «opaca». Es decir, que no se ha llevado al primer plano y que, sin embargo, es reveladora de la conducta y sensibilidad de esta actriz ante las duras condiciones en las que debió trabajar.
En la primera mitad del siglo XX, los grandes estudios habían impuesto un régimen laboral que reducía a los actores y actrices a poco menos que esclavos y Havilland se consideraba así. Una esclava. Por este motivo, en 1943, Olivia de Havilland, decidió cambiar la situación y tomó una decisión valiente que pudo costarle su carrera. Denunció a la Warner Bros por reducir a los trabajadores a la condición de siervos, hecho que prohibía expresamente la ley «antipeonaje» de California. De Havilland recuerda que se había leído muy bien la ley «y sabía que lo que hacían los estudios estaba mal» y que por ello «estaba segura de ganar». Y ganó. «Lo que me satisface -recuerda con indisimulado orgullo- es que aquella decisión [judicial] benefició a Clark Gable, Jimmy Stewart, Glenn Ford, Henry Fonda y todos los otros actores que habían estado ausentes haciendo el servicio militar. Cuando regresaron a Hollywood, pudieron reescribir sus contratos con cláusulas más favorables».
Olivia de Havilland tenía razón. Los actores y actrices, verdaderos pilares de la industria cinematográfica, empezaron a recibir desde entonces salarios y remuneraciones acordes con los beneficios que producían las películas donde actuaban. Ahora bien, en la actualidad, la misma situación de los actores y actrices de entonces puede extrapolarse a la de los escritores profesionales españoles e hispanoamericanos, que son los pilares de la industria editorial. Las grandes editoriales - y sus «brazos armados», los packagers- como entonces los grandes estudios imponen condiciones draconianas a sus escritores mientras se quedan con la totalidad de los millones de euros que generan las obras en derechos autorales, en muchas de las cuales ni siquiera aparecen los nombres de sus autores.
Hace unos días, el pasado 8 de junio, el Gremi d'Editors de Catalunya y las asociaciones de escritores -ACEC y AELC- firmaron un acuerdo histórico que puede llegar a cambiar la situación laboral de cientos de escritores. Sin embargo, aún falta ese golpe de efecto judicial que revele a la sociedad la condición de «servidumbre» a la que han sido reducidos los autores. Cabe esperar que dicho golpe de efecto no tarde en producirse. De suceder, será como el Oscar que después consiguió la señora Olivia de Havilland por A cada uno lo suyo (1946), de Mitchel Leysen.

jueves, 9 de julio de 2009

¿QUÉ HACER CON ESO QUE LLAMAN LITERATURA?

Responder a esa sencilla e insidiosa pregunta ¿qué es literatura? no es nada sencillo. Ni siquiera Jean-Paul Sartre, entre otros filósofos, logró una respuesta satisfactoria.
Sin embargo, si de algo estoy seguro es de que no entra en su definición la mayoría de las novelas, cuentos, poemas, ensayos, etc., que ahora llenan los escaparates de las librerías, kioscos, supermercados y papelerías al tiempo que quedan en los cajones obras que los mismos responsables de su edición no consideran apropiadas para su publicación por «literarias».
La gran confusión entre lo que es y no es literatura se produjo a partir del momento en que la actividad editorial se convirtió en una industria que convirtió el producto del artista en un objeto de consumo. El hecho, como parte del proceso evolutivo de la sociedad del ocio, no tiene nada de malo en sí. Pero resulta nocivo en la medida en que esos productos concebidos con criterios mercantiles para el mero entretenimiento de las masas fagocita la creación artística impidiendo, como bosque de eucaliptos, que nada crezca bajo su sombra.
El fariseísmo mercantil no sólo alcanza a las grandes casas editoriales sino también a aquellas que, con la etiqueta de «independientes» aparecen como la respuesta seria y ofrecen como producto salvador el pretendido best-seller literario o algo parecido tocado de cierto halo intelectual mientras completan su catálogo con «clásicos rescatados». Y en este contexto, son poquísimas también las pequeñas editoriales, surgidas ahora al amparo de las nuevas tecnologías y de subsidios ministeriales, autonómicos o municipales, que no sueñan con producir un best seller o contar con un «autor mediático» que las coloquen en el candelero, y que no acaban cayendo en la tentación mercantilista traicionando sus principios u olvidando buscar los instrumentos para fortalecerse en un campo que es mucho más amplio de lo que las toneladas de papel vertidas en los escaparates y mesas de las librerías hacen suponer.
Hoy parecería que lo único digno de llamarse literatura son esas producciones costumbristas que canonizó el realismo del siglo XIX que aparecen en forma de novelas históricas, negras, de aventuras, etc., es decir, eso que llaman «literatura de género», la cual podrá generar algunas buenas obras pero que no deja de ser menor. Por eso, casi seguro, que desde hace mucho tiempo los escritores ya no se preguntan de verdad ¿qué es escribir? ¿por qué se escribe? ¿para quién?. Acaso quién sí se ha hecho algunas de estas preguntas es Koji Susuki, un exitoso escritor japonés, autor de Ring, cuya versión cinematográfica es la más taquillera de Japón. Ignoro en qué momento y en qué lugar se interrogó, pero está claro cual fue la respuesta que se dio a sí mismo y por ello acaba de publicar Drop, su última creación, en rollos de papel higiénico de la casa Hayashi Paper. La idea es un gran éxito de ventas y miles de lectores que acuden al supermercado o a la droguería ahora saben qué hacer con eso que ahora llaman literatura.
Imagen: Koji Susuki y su obra.

jueves, 2 de julio de 2009

PINA & JACKO

Michael Jackson, Jacko, y Pina Bausch, nombre artístico de Philippine Bausch, han entrado definitivamente en la leyenda. En ambos, más allá de la condición de cantante del primero, fueron sus particulares modos de bailar y entender la danza como una dramática expresión de la soledad del ser humano en un mundo desgarrado por dos guerras mundiales, y las que le han seguido, y atormentado por la engañosa felicidad de los mitos ideológicos.
En Jacko, especialmente en el desolado paisaje urbano que recrea Billie Jean como marco de una triste y común historia cotidiana, y en Pina, a partir de su célebre Café Müller, la supuesta distancia entre las formas clásica y pop de la danza parece borrarse. Aunque muchos no lo hayan advertido, acaso por prejuicio o provincianismo estético, la velocidad, la eléctrica movilidad y la desarticulación corporal de Michael Jackson son características expresivas que encuentran su complemento en la audaz lentitud y la repetición gestual a la que Pina Bausch somete el cuerpo, para expresar uno y otro por simple intuición artística la extrañeza existencial del individuo incapaz de comunicarse con el otro en un mundo donde los avances tecnológicos parecen cerrar todas las puertas de las correspondencias y condenarlo a ese autismo que sólo encuentra paisajes abiertos en las paradojas de la virtualidad.


LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD

El confinamiento obligado por la pandemia que azota al mundo obliga más que nunca a apelar a la responsabilidad. Los medios de comunicación...