¿Es
realmente la lengua culpable de la inequidad y la violencia sociales que
impiden el rol igualitario de la mujer o el llamado lenguaje inclusivo es un
recurso funcional al poder que actúa facilitado por la ignorancia y la
confusión?
…
Hasta
el siglo XVII, haciendo una extrema simplificación, podría decirse que en el
mundo no había más ruido que el producido por las espadas, las lanzas, las
bombardas y el galope de las caballerías en los campos de batalla. Sin embargo,
a partir del siglo XVIII, con la Revolución industrial el ruido de las máquinas
se sumó a aquél de modo permanente en las ciudades dando lugar al surgimiento
de la cultura del ruido. Esta cultura se fue naturalizando hasta trascender a
todos los sectores de la actividad humana, incluidas las expresiones
artísticas, arquitectónicas, literarias, etc. Ahí están a modo de ejemplo, las
producciones barrocas, realistas, naturalistas, románticas…que fueron empujando
el silencio hasta arrinconarlo durante algún tiempo al ámbito de la ruralidad.
Así, este farfullo del mundo fue creciendo y acostumbrando a él el oído humano
hasta que el propio grito humano parecía inaudible, según sugiere Edvar Munch
en su célebre cuadro.
Ya
en el siglo XX, las dos guerras mundiales, al mismo tiempo que la brecha entre
la ciencia y el espíritu se hacía más profunda,
no hicieron sino acrecentar ese ruido hasta provocar en la sociedad una
gran perturbación que afectó al pensamiento y al modo de pensar y percibir la
realidad del mundo y de todos y cada uno de los individuos sin distinción de
sexos. Esta perturbación del pensamiento como signo significativo de la
decadencia de la civilización se verifica principalmente en la lengua.
En 1946, ya en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, George Orwell
escribió “La política y el idioma inglés”, que inicia afirmando: “Nuestra
civilización está en decadencia y nuestro lenguaje -así se argumenta- debe compartir
inevitablemente el derrumbe general”. En este breve y lúcido ensayo, Orwell
aclara que las causas de esta decadencia que afecta al lenguaje son políticas y
económicas, y que ese lenguaje degradado retroalimenta la decadencia general de
la civilización. Según Orwell el lenguaje es “tosco e impreciso porque nuestros
pensamientos son disparatados, pero la dejadez de nuestro lenguaje hace más
fácil que pensemos disparates”. Producimos el ruido que nos aturde porque
estamos aturdidos.
Pero ¿en qué consiste la dejadez del lenguaje? La respuesta es tan
sencilla como evidente. La dejadez es el desaliño estilístico, el uso de
imágenes trilladas, la imprecisión, la pobreza léxica, el uso de adjetivos
ampulosos o meramente ornamentales, la utilización indiscriminada de frases
verbales en lugar de verbos simples, el empleo de una dicción pretenciosa o
grosera. Esta dejadez, que da lugar a un discurso o un texto donde lo concreto
y significativo se pierde, tanto en el habla como en la prosa, es lo que provoca
un latente y difuso malestar espiritual, como síntoma de la impotencia del
individuo para comunicarse con el otro con fluidez. La extensión de lugares
comunes, muletillas, extranjerismos sustitutorios, metáforas hueras, desorden
sintáctico, torpeza prosódica, etc., empobrecen y reducen toda lengua a un
estado de farfullo mecánico y funcional que entorpece la comunicación y
abotarga el pensamiento.
Ya
en la década de los sesenta, cuando la Guerra Fría alcanzó altos niveles de
confrontación ideológica, desde los centros de poder occidentales,
especialmente desde los EE.UU., comenzaron a verificarse serios intentos de
manipulación de la realidad a través de los medios de comunicación de masas,
que aplicaban lo que los filósofos de la Escuela de Frankfurt llamaron “razón
instrumental”, según la cual el objetivo prevalece sobre los medios utilizados
para llegar a él.
Como
parte de esta manipulación de la realidad y como uno de los recursos de
ocultación de la extrema violencia que generaba la confrontación ideológica, se
impuso como fórmula “civilizada” de conducta social lo que se dio en llamar
“corrección política”. A partir de este momento, el nombre de las cosas fue
sustituido por eufemismos que vaciaron o suavizaron sus significaciones,
especialmente en aquellos que expresaban con crudeza la brutalidad de la guerra
ideológica que se libraba. De este modo, la tortura fue equiparada a abuso o
exceso, a la vejez se le llamó tercera edad, a la ceguera, incapacidad visual,
a las bandas parapoliciales o paramilitares, grupos de tarea, a la dictadura,
proceso, al asesinato, retiro o jubilación, etc.
En un vasto contexto de
falseamiento de la realidad, en la Argentina de la Dictadura, las bandas
paramilitares que secuestraban, asesinaban y robaban siguiendo un plan de
exterminio sistemático de opositores fueron llamadas «grupos de tareas»,
«secuestrar» se dijo «chupar» y «chupadero» designó al campo de concentración
clandestino, a donde iban a parar las víctimas de la represión condenadas a
«desaparecer», es decir al asesinato. La movilización internacional que
denunció la tragedia que vivía el país fue tomada por la Dictadura y gran parte
de la sociedad argentina como una grave «injerencia extranjera» en los asuntos
internos nacionales, al tiempo que se proclamaba con jactancioso orgullo “somos
derechos y humanos», ese escandaloso eslogan con el que “la argentinidad” que prefiguraba el «yo, argentino»,
equivalente a lavarse las manos, pretender no saber nada, no tener
responsabilidad ni compromiso, pretendió ocultar la trágica realidad. Así, estas dos expresiones que consagraban la
cobarde y estúpida fatuidad civil de gran parte de los argentinos eran tomadas
como definiciones de la identidad
nacional. Con la restauración democrática, la lengua no escapó ni a las
secuelas del horror ni al sentimiento de impunidad. Surgió así una lengua
degenerada al servicio del fraude, el disimulo, la corrupción y el
sensacionalismo.
En los años ochenta,
cuando el mundo occidental era gobernado por un triunvirato ultraconservador
-Wojtyla, Thatcher, Reagan-, se trató de imponer a través de la lengua una
«corrección política» que atenuara u ocultara con un habla impostada los
excesos de su política. La realidad del mundo occidental debía
aparecer idílica frente a la realidad del mundo comunista, ya en franca caída.
Así, el Estado de bienestar, que ahora se está desmantelando, fue concebido
como una vasta operación propagandística.
Tan
brutal ataque ha supuesto una
extraordinaria conmoción en el modo de ver y pensar el mundo y el lenguaje que
debe expresarlo no ha salido indemne. La lengua quedó desguarnecida y muchos,
en su confusión, han creído que en ella está el origen de sus males. Aunque inconsciente quizás y de forma menos sofisticada, la misma actitud
conservadora estos grupos de supuesta progresía pretenden «modificar» la
realidad en consonancia con sus aspiraciones forzando caprichosamente formas,
sonidos y otros elementos del sistema lingüístico. En
consecuencia, grupos o colectivos que se sienten marginados de la realidad enunciada, incapaces
de ver o imaginar el verdadero camino para concretar sus reivindicaciones o
reclamar sus derechos a una sociedad más justa y equitativa, se han sumado a
los ataques contra la lengua impulsados desde el poder dominante aumentando su
fragmentación y, por tanto, la división de una sociedad, ya excluida de la vida
política por el lenguaje economicista, en colectivos que hablan o pretenden
hablar su propia jerga con pretensión de lenguaje. Quiero decir que si no hay
inclusión en los lenguajes academicista, economicista, científico-tecnológicos
tampoco la hay en el llamado lenguaje inclusivo, hijo natural de la “corrección
política”. Las revoluciones no empiezan por el sustantivo ni tampoco por la
mera enunciación de lo revolucionario, sino por un cambio profundo, individual
y colectivo, en los modos de pensar y actuar. Recién cuando estos modos hayan
madurado se producirán los cambios en el habla que, consecuentemente, asumirá
la lengua en su sistema, pero no antes.
Por un lado la
globalización impulsada por el capitalismo neoliberal y por otro las políticas
perversas de control y represión social generadas durante la Guerra Fría
e intensificadas tras los atentados del 11-S han sembrado de minas el campo
semántico del lenguaje con la inestimable colaboración de la clase política y
de los medios de comunicación, acentuando la inestabilidad y la confusión en el
sentido de las palabras. Desde esta perspectiva, vocablos o conceptos
como estado, nación, soberanía, familia, empleo, tortura, etc., aparecen
vaciados de contenido y no dicen lo que se supone que dicen porque sus límites
semánticos han sido relativizados y tornados difusos.
Así, el concepto de Estado, y concretamente el de Estado-nación, ya no define el marco en el que determinadas
comunidades encuentran su identidad y, en consecuencia, la tradición, la
historia, la cultura y los usos propios y comunes, sino un territorio subsumido
por una entidad mayor que puede ser un Estado transnacional -la Unión Europea,
por ejemplo, o la ONU-, o esa perversa abstracción denominada “mercado”. Estas grandes corporaciones,
institucionales o políticas, han reducido la jurisdicción política de los
Estados vulnerando su soberanía en favor del poder económico transnacional,
cuyas reglas no atienden a las necesidades humanas sino a la dinámica
concentracionaria del capital. Por este motivo, los parlamentos nacionales ya
no legislan a partir del mandato de los ciudadanos sino de las instrucciones
del poder supranacional, lo que hace que la palabra “soberanía” -nacional o
popular- quede vaciada de contenido.
Este desplazamiento
del campo semántico de muchas palabras constituye acaso uno de los mayores
dramas que vive la humanidad en el presente, porque siembra la confusión y el
ruido, clausura el entendimiento, bloquea la inteligencia y dificulta la
convivencia entre los seres humanos. El desconocimiento de la sintaxis, la
ortografía, la pobreza del vocabulario y las dificultades para expresarse de
modo coherente que se observan tanto en el habla cotidiana como en los
comentarios de los lectores en los diarios o en artículos, noticias y
reportajes de los medios de comunicación, escritos, radiofónicos y televisivos,
y en éstos la manipulación informativa, más la popularización de las redes
sociales en las que cada uno se siente con poder y conocimientos que no tiene,
son síntomas que revelan una mala praxis educativa y una perversa política de
alienación y narcotización de la sociedad.
Una sociedad anodina y
culturalmente yerma es campo propicio para un discurso político reducido a
la expresión de eslóganes de venta, al insulto y la descalificación del rival
en detrimento del argumento, de la precisión, del diálogo y del contenido, entre
otros recursos imprescindibles para la comunicación y el entendimiento entre las
personas, los partidos y los sindicatos,
las entidades empresariales y culturales, y el electorado en general para una
eficaz gestión de la res publica.
El ruido, la violencia y el caos
están en el origen de la corrupción de la lengua y de las dificultades del ser
humano para comunicarse y fortalecer los lazos de confianza y solidaridad que
sustentarían la convivencia pacífica en un mundo más justo. Las modificaciones que se producen en la superficie de la lengua son
diversas y numerosas y constituyen una respuesta a las exigencias de las
realidades social, tecnológica, científica, etc., y a las influencias
interlingüísticas. El alcance de estos factores es el que determina que las
nuevas voces se consoliden o no en el cuerpo histórico de la lengua. Se trata,
pues, de un proceso de construcción cultural, que no responde a caprichos o
veleidades de grupos o movimientos empeñados por su cuenta en modificar la
realidad lingüística con la intención de transformar la realidad social y
cultural de una comunidad.
Pero a pesar de esto,
a unos y a otros la lengua responde con su propia realidad y su propio ritmo.
Ella asumirá sin imperativos los cambios culturales de una sociedad cuando
éstos se produzcan verdaderamente; cuando, en el seno de la comunidad de
hablantes, los cambios tengan lugar
efectivamente. Tampoco hay que olvidar que la lengua evoluciona hacia la
síntesis y que es implacable con las torpezas retóricas, políticas o
ideológicas que se le quieren injertar alterando su morfología o su fonética.
La toma de conciencia
de la injusticia social, dentro de la que cabe el concepto de discriminación,
sea racial, sexual o de cualquier otra naturaleza, constituye uno de los elementos
más positivos atribuibles al progreso de los sistemas democráticos de gobierno.
Las lenguas no son ajenas a esa dinámica y evolucionan en consonancia al
progreso de la cultura y de la ideología de los hablantes. Quienes ignoran este
proceso y los fundamentos y mecanismos del sistema lingüístico cometen la
torpeza de pretender guiar el habla hacia entelequias que
generan una jerga impostada, desconociendo o aparentando desconocer que en
castellano el género es una categoría gramatical sin connotación biológica y
que esta errónea interpretación del género en castellano los lleva a
considerarlo una especie de capricho normativo «no
democrático».
La transformación de
nuestras sociedades en sociedades más justas y equitativas no depende
de instrucciones normativas bienintencionadas sino de la evolución ideológica de la
sociedad, cuya habla incorpora progresivamente las nuevas condiciones de la
relación entre los individuos al sustrato histórico de la lengua si tales
condiciones se internalizan y consolidan en una nueva cultura. Ni la
«visibilidad de la mujer» en el lenguaje ni su emancipación social se
verificarán, como tampoco se reducirá la violencia machista, porque se diga
«personas becarias» en lugar de «becarios», «maestros y maestras» en lugar de
«maestros», el redundante “todos y todas”, etc.
Está claro que quienes
impulsan el lenguaje inclusivo, no obstante sus buenas intenciones y legítimas
reivindicaciones, no saben que su ataque a la lengua es funcional al poder, al
sistema hegemónico que lo sustenta, y al principio conservador de la
«corrección política». Una corrección vinculada al
«pensamiento único» imaginado por las clases dominantes con el propósito de
enajenar y hegemonizar a la masa social.
La razón instrumental
de la que hablaban los filósofos de la Escuela de Frankfurt, aplicada por
quienes controlan el poder a las ciencias sociales, los medios de comunicación
y la publicidad, ha permitido fraguar un
discurso alienante que, en su fase actual, ha hecho del eufemismo y la torpeza
léxica su principal herramienta de trastorno semántico de las palabras y,
consecuentemente, de la realidad e identidad de los individuos.
La finalidad de esta
política de corrección política es borrar del imaginario del individuo toda
referencia a su identidad humana y cultural y al lugar que ocupa en el mundo y
en la sociedad; grabar en su mente la imposibilidad de cualquier tipo de
rebelión y emancipación social o individual inyectándole el virus del clasismo,
es decir, la discriminación social por clases.
Ya sea de forma
hablada o escrita el lenguaje del poder utiliza expresiones que tienden a
naturalizar los propósitos de la clase dominante y a estratificar la población
en segmentos jerárquicos, que se aceptan como axiomas traducibles a otras formas
de discriminación, como lo son el sexismo -pensemos en los distintos valores
que tienen las expresiones “hombre público” y “mujer pública”- o el racismo,
ejemplificado en el uso que se les da a las voces “judío”, “gitano”, “negro”,
“bolita”, “paragua”, “sudaca”, “indio”, etc. etc. Es quizás más razonable
empezar por aquí nuestros cambios de conducta y de limpieza de la lengua porque
suponen un cambio más real de nuestras conductas cotidianas que inventando una
jerga que provoca más ruido y rechazo en la comunidad que adhesiones y cambios reales, e incluso,
resulta contraproducente a los objetivos enunciados. Después de todo, no es
posible construir una casa empezando por el techo ni modificar un coche
ordinario en uno de carreras sin ser mecánico. De ser mecánicos sus promotores
sobrían que no está comprobado científicamente que el género masculino sea el
“culpable” de la discriminación de la mujer, pues hay idiomas que carecen de
género, como el húngaro, el turco o el farsi o iraní, y sin embargo las
comunidades que los hablan son extremadamente discriminatorias de la mujer. Es
decir, no hay causa y efecto, en el caso de la lengua. El género no es la causa
de la discriminación ni de la supuesta invisibilidad, que el significante lleva
efectivamente al imaginario del hablante. En la palabra “coche” no se nombra
“motor”, “chasis”, “ruedas”, etc. sin embargo, cuando la decimos u oímos la
interpretamos como el todo. Tampoco de día vemos las estrellas, pero sabemos
que están.
En este territorio de
dominio ideológico y de control social, el poder también recurre al vaciamiento
de los significados cuando no a la desaparición de voces y expresiones que
pueden amenazar su hegemonía. En las sociedades capitalistas más desarrolladas
– escribió el profesor español Vicenç Navarro- uno de los indicadores del poder
alcanzado por la clase dominante es la tendencia a hacer desaparecer del
lenguaje expresiones como “clase trabajadora” o “lucha de clases” y a la casi
nula utilización por parte de los medios de comunicación y de los estamentos
académicos de las categorías de clase social para analizar la realidad social.
Es evidente de que hay
clases sociales - burguesía, pequeña burguesía y clase trabajadora- cuyos
intereses son distintos, pero su reformulación en “clase alta”, “clase media” y
“clase baja” crea la ficción de que la clase trabajadora ha desaparecido
fagocitada por la “clase media” o se ha transformado en “clase baja”, expresión
peyorativa con la que se categoriza a la ciudadanía de rentas más bajas. De
este modo quedan consagradas las castas superior, media e inferior, cuyas
obligaciones impositivas son inversamente proporcionales en la medida que el
salario es considerado una ganancia sujeta a gravamen y no una renta del
trabajo, la cual debería tener un tratamiento distinto al de los beneficios de
la plusvalía que obtienen los dueños de los medios de producción. La insidiosa
confusión entre clases sociales y grupos de renta que se da a través del
lenguaje es uno de los muchos recursos de los que se vale la clase dominante
para consagrar su poder y naturalizar la explotación de la clase trabajadora
Del mismo modo que Yahvé confundió las lenguas y dispersó la población para asegurar su dominio so bre los hombres, las clases dominantes han segudio prolongando el mito babélico para su beneficio..Esta perversa fragmentación de las sociedades humanas, que la sabiduría popular reconoce en el "divide y vencerás", se verifica en los nacionalismos y en los supremacismos racial, religioso, académico, económico y sexual que generan metalenguajes excluyentes que, en algunos casos, en el colmo de la confusión y la ignorancia de sus promotores, son propuestos como expresiones de equidad e inclusión o simplemente como herramienta de provocación que paraliza la palabra enredándola en el barullo verbal del sistema impidiéndole expresar la realidad y comunicar la verdad. La corrupción de la lengua como furto de los ataques interesados del poder o de la ignorancia y confusión de grupos inocentemente funcionales a éste implican la parálisis del espíritu y con ella, la injusticia, el olvido, la impunidad. .