lunes, 28 de enero de 2019

EL INSOPORTABLE RUIDO DE LA IGNORANCIA

¿Es realmente la lengua culpable de la inequidad y la violencia sociales que impiden el rol igualitario de la mujer o el llamado lenguaje inclusivo es un recurso funcional al poder que actúa facilitado por la ignorancia y la confusión?



Hasta el siglo XVII, haciendo una extrema simplificación, podría decirse que en el mundo no había más ruido que el producido por las espadas, las lanzas, las bombardas y el galope de las caballerías en los campos de batalla. Sin embargo, a partir del siglo XVIII, con la Revolución industrial el ruido de las máquinas se sumó a aquél de modo permanente en las ciudades dando lugar al surgimiento de la cultura del ruido. Esta cultura se fue naturalizando hasta trascender a todos los sectores de la actividad humana, incluidas las expresiones artísticas, arquitectónicas, literarias, etc. Ahí están a modo de ejemplo, las producciones barrocas, realistas, naturalistas, románticas…que fueron empujando el silencio hasta arrinconarlo durante algún tiempo al ámbito de la ruralidad. Así, este farfullo del mundo fue creciendo y acostumbrando a él el oído humano hasta que el propio grito humano parecía inaudible, según sugiere Edvar Munch en su célebre cuadro.
Ya en el siglo XX, las dos guerras mundiales, al mismo tiempo que la brecha entre la ciencia y el espíritu se hacía más profunda,  no hicieron sino acrecentar ese ruido hasta provocar en la sociedad una gran perturbación que afectó al pensamiento y al modo de pensar y percibir la realidad del mundo y de todos y cada uno de los individuos sin distinción de sexos. Esta perturbación del pensamiento como signo significativo de la decadencia de la civilización se verifica principalmente en la lengua.
En 1946, ya en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, George Orwell escribió “La política y el idioma inglés”, que inicia afirmando: “Nuestra civilización está en decadencia y nuestro lenguaje -así se argumenta- debe compartir inevitablemente el derrumbe general”. En este breve y lúcido ensayo, Orwell aclara que las causas de esta decadencia que afecta al lenguaje son políticas y económicas, y que ese lenguaje degradado retroalimenta la decadencia general de la civilización. Según Orwell el lenguaje es “tosco e impreciso porque nuestros pensamientos son disparatados, pero la dejadez de nuestro lenguaje hace más fácil que pensemos disparates”. Producimos el ruido que nos aturde porque estamos aturdidos.
Pero ¿en qué consiste la dejadez del lenguaje? La respuesta es tan sencilla como evidente. La dejadez es el desaliño estilístico, el uso de imágenes trilladas, la imprecisión, la pobreza léxica, el uso de adjetivos ampulosos o meramente ornamentales, la utilización indiscriminada de frases verbales en lugar de verbos simples, el empleo de una dicción pretenciosa o grosera. Esta dejadez, que da lugar a un discurso o un texto donde lo concreto y significativo se pierde, tanto en el habla como en la prosa, es lo que provoca un latente y difuso malestar espiritual, como síntoma de la impotencia del individuo para comunicarse con el otro con fluidez. La extensión de lugares comunes, muletillas, extranjerismos sustitutorios, metáforas hueras, desorden sintáctico, torpeza prosódica, etc., empobrecen y reducen toda lengua a un estado de farfullo mecánico y funcional que entorpece la comunicación y abotarga el pensamiento.
Ya en la década de los sesenta, cuando la Guerra Fría alcanzó altos niveles de confrontación ideológica, desde los centros de poder occidentales, especialmente desde los EE.UU., comenzaron a verificarse serios intentos de manipulación de la realidad a través de los medios de comunicación de masas, que aplicaban lo que los filósofos de la Escuela de Frankfurt llamaron “razón instrumental”, según la cual el objetivo prevalece sobre los medios utilizados para llegar a él.
Como parte de esta manipulación de la realidad y como uno de los recursos de ocultación de la extrema violencia que generaba la confrontación ideológica, se impuso como fórmula “civilizada” de conducta social lo que se dio en llamar “corrección política”. A partir de este momento, el nombre de las cosas fue sustituido por eufemismos que vaciaron o suavizaron sus significaciones, especialmente en aquellos que expresaban con crudeza la brutalidad de la guerra ideológica que se libraba. De este modo, la tortura fue equiparada a abuso o exceso, a la vejez se le llamó tercera edad, a la ceguera, incapacidad visual, a las bandas parapoliciales o paramilitares, grupos de tarea, a la dictadura, proceso, al asesinato, retiro o jubilación, etc.
En un vasto contexto de falseamiento de la realidad, en la Argentina de la Dictadura, las bandas paramilitares que secuestraban, asesinaban y robaban siguiendo un plan de exterminio sistemático de opositores fueron llamadas «grupos de tareas», «secuestrar» se dijo «chupar» y «chupadero» designó al campo de concentración clandestino, a donde iban a parar las víctimas de la represión condenadas a «desaparecer», es decir al asesinato. La movilización internacional que denunció la tragedia que vivía el país fue tomada por la Dictadura y gran parte de la sociedad argentina como una grave «injerencia extranjera» en los asuntos internos nacionales, al tiempo que se proclamaba con jactancioso orgullo “somos derechos y humanos», ese escandaloso eslogan con el que “la argentinidad”  que prefiguraba el «yo, argentino», equivalente a lavarse las manos, pretender no saber nada, no tener responsabilidad ni compromiso, pretendió ocultar la trágica realidad.  Así, estas dos expresiones que consagraban la cobarde y estúpida fatuidad civil de gran parte de los argentinos eran tomadas como definiciones de la identidad  nacional. Con la restauración democrática, la lengua no escapó ni a las secuelas del horror ni al sentimiento de impunidad. Surgió así una lengua degenerada al servicio del fraude, el disimulo, la corrupción y el sensacionalismo.

En los años ochenta, cuando el mundo occidental era gobernado por un triunvirato ultraconservador -Wojtyla, Thatcher, Reagan-, se trató de imponer a través de la lengua una «corrección política» que atenuara u ocultara con un habla impostada los excesos de su política. La realidad del mundo occidental debía aparecer idílica frente a la realidad del mundo comunista, ya en franca caída. Así, el Estado de bienestar, que ahora se está desmantelando, fue concebido como una vasta operación propagandística.
Tan brutal ataque ha supuesto  una extraordinaria conmoción en el modo de ver y pensar el mundo y el lenguaje que debe expresarlo no ha salido indemne. La lengua quedó desguarnecida y muchos, en su confusión, han creído que en ella está el origen de sus males. Aunque inconsciente quizás y de forma menos sofisticada, la misma actitud conservadora estos grupos de supuesta progresía pretenden «modificar» la realidad en consonancia con sus aspiraciones forzando caprichosamente formas, sonidos y otros elementos del sistema lingüístico. En consecuencia, grupos o colectivos que se sienten  marginados de la realidad enunciada, incapaces de ver o imaginar el verdadero camino para concretar sus reivindicaciones o reclamar sus derechos a una sociedad más justa y equitativa, se han sumado a los ataques contra la lengua impulsados desde el poder dominante aumentando su fragmentación y, por tanto, la división de una sociedad, ya excluida de la vida política por el lenguaje economicista, en colectivos que hablan o pretenden hablar su propia jerga con pretensión de lenguaje. Quiero decir que si no hay inclusión en los lenguajes academicista, economicista, científico-tecnológicos tampoco la hay en el llamado lenguaje inclusivo, hijo natural de la “corrección política”. Las revoluciones no empiezan por el sustantivo ni tampoco por la mera enunciación de lo revolucionario, sino por un cambio profundo, individual y colectivo, en los modos de pensar y actuar. Recién cuando estos modos hayan madurado se producirán los cambios en el habla que, consecuentemente, asumirá la lengua en su sistema, pero no antes.

Por un lado la globalización impulsada por el capitalismo neoliberal y por otro las políticas perversas de control  y represión social generadas durante la Guerra Fría e intensificadas tras los atentados del 11-S han sembrado de minas el campo semántico del lenguaje con la inestimable colaboración de la clase política y de los medios de comunicación, acentuando la inestabilidad y la confusión en el sentido de las palabras. Desde  esta perspectiva, vocablos o conceptos como estado, nación, soberanía, familia, empleo, tortura, etc., aparecen vaciados de contenido y no dicen lo que se supone que dicen porque sus límites semánticos han sido relativizados y tornados difusos. 

Así, el  concepto de Estado, y concretamente el de Estado-nación, ya no define el marco en el que determinadas comunidades encuentran su identidad y, en consecuencia, la tradición, la historia, la cultura y los usos propios y comunes, sino un territorio subsumido por una entidad mayor que puede ser un Estado transnacional -la Unión Europea, por ejemplo, o la ONU-, o esa perversa abstracción denominada  “mercado”. Estas grandes corporaciones, institucionales o políticas, han reducido la jurisdicción política de los Estados vulnerando su soberanía en favor del poder económico transnacional, cuyas reglas no atienden a las necesidades humanas sino a la dinámica concentracionaria del capital. Por este motivo, los parlamentos nacionales ya no legislan a partir del mandato de los ciudadanos sino de las instrucciones del poder supranacional, lo que hace que la palabra “soberanía” -nacional o popular- quede vaciada de contenido.
Este desplazamiento del campo semántico de muchas palabras constituye acaso uno de los mayores dramas que vive la humanidad en el presente, porque siembra la confusión y el ruido, clausura el entendimiento, bloquea la inteligencia y dificulta la convivencia entre los seres humanos. El desconocimiento de la sintaxis, la ortografía, la pobreza del vocabulario y las dificultades para expresarse de modo coherente que se observan tanto en el habla cotidiana como en los comentarios de los lectores en los diarios o en artículos, noticias y reportajes de los medios de comunicación, escritos, radiofónicos y televisivos, y en éstos la manipulación informativa, más la popularización de las redes sociales en las que cada uno se siente con poder y conocimientos que no tiene, son síntomas que revelan una mala praxis educativa y una perversa política de alienación y narcotización de la sociedad.

Una sociedad anodina y culturalmente yerma es campo propicio para un discurso político reducido a la expresión de eslóganes de venta, al insulto y la descalificación del rival en detrimento del argumento, de la precisión, del diálogo y del contenido, entre otros recursos imprescindibles para la comunicación y el entendimiento entre las personas,  los partidos y los sindicatos, las entidades empresariales y culturales, y el electorado en general para una eficaz gestión de la res publica

El ruido, la violencia y el caos están en el origen de la corrupción de la lengua y de las dificultades del ser humano para comunicarse y fortalecer los lazos de confianza y solidaridad que sustentarían la convivencia pacífica en un mundo más justo. Las modificaciones que se producen en la superficie de la lengua son diversas y numerosas y constituyen una respuesta a las exigencias de las realidades social, tecnológica, científica, etc., y a las influencias interlingüísticas. El alcance de estos factores es el que determina que las nuevas voces se consoliden o no en el cuerpo histórico de la lengua. Se trata, pues, de un proceso de construcción cultural, que no responde a caprichos o veleidades de grupos o movimientos empeñados por su cuenta en modificar la realidad lingüística con la intención de transformar la realidad social y cultural de una comunidad.
Pero a pesar de esto, a unos y a otros la lengua responde con su propia realidad y su propio ritmo. Ella asumirá sin imperativos los cambios culturales de una sociedad cuando éstos se produzcan verdaderamente; cuando, en el seno de la comunidad de hablantes, los cambios tengan lugar  efectivamente. Tampoco hay que olvidar que la lengua evoluciona hacia la síntesis y que es implacable con las torpezas retóricas, políticas o ideológicas que se le quieren injertar alterando su morfología o su fonética.

La toma de conciencia de la injusticia social, dentro de la que cabe el concepto de discriminación, sea racial, sexual o de cualquier otra naturaleza, constituye uno de los elementos más positivos atribuibles al progreso de los sistemas democráticos de gobierno. Las lenguas no son ajenas a esa dinámica y evolucionan en consonancia al progreso de la cultura y de la ideología de los hablantes. Quienes ignoran este proceso y los fundamentos y mecanismos del sistema lingüístico cometen la torpeza de pretender guiar el habla hacia entelequias que generan una jerga impostada, desconociendo o aparentando desconocer que en castellano el género es una categoría gramatical sin connotación biológica y que esta errónea interpretación del género en castellano los lleva a considerarlo una especie de capricho normativo «no democrático».

La transformación de nuestras sociedades en sociedades más justas y equitativas no depende de instrucciones normativas bienintencionadas sino de la evolución ideológica de la sociedad, cuya habla incorpora progresivamente las nuevas condiciones de la relación entre los individuos al sustrato histórico de la lengua si tales condiciones se internalizan y consolidan en una nueva cultura. Ni la «visibilidad de la mujer» en el lenguaje ni su emancipación social se verificarán, como tampoco se reducirá la violencia machista, porque se diga «personas becarias» en lugar de «becarios», «maestros y maestras» en lugar de «maestros», el redundante “todos y todas”, etc.

Está claro que quienes impulsan el lenguaje inclusivo, no obstante sus buenas intenciones y legítimas reivindicaciones, no saben que su ataque a la lengua es funcional al poder, al sistema hegemónico que lo sustenta, y al principio conservador de la «corrección política». Una corrección vinculada al «pensamiento único» imaginado por las clases dominantes con el propósito de enajenar y hegemonizar a la masa social.

La razón instrumental de la que hablaban los filósofos de la Escuela de Frankfurt, aplicada por quienes controlan el poder a las ciencias sociales, los medios de comunicación y la publicidad,  ha permitido fraguar un discurso alienante que, en su fase actual, ha hecho del eufemismo y la torpeza léxica su principal herramienta de trastorno semántico de las palabras y, consecuentemente, de la realidad e identidad de los individuos. 
La finalidad de esta política de corrección política es borrar del imaginario del individuo toda referencia a su identidad humana y cultural y al lugar que ocupa en el mundo y en la sociedad; grabar en su mente la imposibilidad de cualquier tipo de rebelión y emancipación social o individual inyectándole el virus del clasismo, es decir, la discriminación social por clases.
Ya sea de forma hablada o escrita el lenguaje del poder utiliza expresiones que tienden a naturalizar los propósitos de la clase dominante y a estratificar la población en segmentos jerárquicos, que se aceptan como axiomas traducibles a otras formas de discriminación, como lo son el sexismo -pensemos en los distintos valores que tienen las expresiones “hombre público” y “mujer pública”- o el racismo, ejemplificado en el uso que se les da a las voces “judío”, “gitano”, “negro”, “bolita”, “paragua”, “sudaca”, “indio”, etc. etc. Es quizás más razonable empezar por aquí nuestros cambios de conducta y de limpieza de la lengua porque suponen un cambio más real de nuestras conductas cotidianas que inventando una jerga que provoca más ruido y rechazo en la comunidad  que adhesiones y cambios reales, e incluso, resulta contraproducente a los objetivos enunciados. Después de todo, no es posible construir una casa empezando por el techo ni modificar un coche ordinario en uno de carreras sin ser mecánico. De ser mecánicos sus promotores sobrían que no está comprobado científicamente que el género masculino sea el “culpable” de la discriminación de la mujer, pues hay idiomas que carecen de género, como el húngaro, el turco o el farsi o iraní, y sin embargo las comunidades que los hablan son extremadamente discriminatorias de la mujer. Es decir, no hay causa y efecto, en el caso de la lengua. El género no es la causa de la discriminación ni de la supuesta invisibilidad, que el significante lleva efectivamente al imaginario del hablante. En la palabra “coche” no se nombra “motor”, “chasis”, “ruedas”, etc. sin embargo, cuando la decimos u oímos la interpretamos como el todo. Tampoco de día vemos las estrellas, pero sabemos que están.

En este territorio de dominio ideológico y de control social, el poder también recurre al vaciamiento de los significados cuando no a la desaparición de voces y expresiones que pueden amenazar su hegemonía. En las sociedades capitalistas más desarrolladas – escribió el profesor español Vicenç Navarro- uno de los indicadores del poder alcanzado por la clase dominante es la tendencia a hacer desaparecer del lenguaje expresiones como “clase trabajadora” o “lucha de clases” y a la casi nula utilización por parte de los medios de comunicación y de los estamentos académicos de las categorías de clase social para analizar la realidad social.
Es evidente de que hay clases sociales - burguesía, pequeña burguesía y clase trabajadora- cuyos intereses son distintos, pero su reformulación en “clase alta”, “clase media” y “clase baja” crea la ficción de que la clase trabajadora ha desaparecido fagocitada por la “clase media” o se ha transformado en “clase baja”, expresión peyorativa con la que se categoriza a la ciudadanía de rentas más bajas. De este modo quedan consagradas las castas superior, media e inferior, cuyas obligaciones impositivas son inversamente proporcionales en la medida que el salario es considerado una ganancia sujeta a gravamen y no una renta del trabajo, la cual debería tener un tratamiento distinto al de los beneficios de la plusvalía que obtienen los dueños de los medios de producción. La insidiosa confusión entre clases sociales y grupos de renta que se da a través del lenguaje es uno de los muchos recursos de los que se vale la clase dominante para consagrar su poder y naturalizar la explotación de la clase trabajadora 
Del mismo modo que Yahvé confundió las lenguas y dispersó la población para asegurar su dominio so bre los hombres, las clases dominantes han segudio prolongando el mito babélico para su beneficio..Esta perversa fragmentación de las sociedades humanas, que la sabiduría popular reconoce en el "divide y vencerás", se verifica en los nacionalismos y en los supremacismos racial, religioso, académico, económico y sexual que generan metalenguajes excluyentes que, en algunos casos, en el colmo de la confusión y la ignorancia de sus promotores, son propuestos como expresiones de equidad e inclusión o simplemente como herramienta de provocación que paraliza la palabra enredándola en el barullo verbal del sistema impidiéndole expresar la realidad y comunicar la verdad. La corrupción de la lengua como furto de los ataques interesados del poder o de la ignorancia y confusión de grupos inocentemente funcionales a éste implican la parálisis del espíritu y con ella, la injusticia, el olvido, la impunidad. .

LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD

El confinamiento obligado por la pandemia que azota al mundo obliga más que nunca a apelar a la responsabilidad. Los medios de comunicación...