Si nos atenemos a la lengua castellana -aunque es obvio, aclaro que cuando hablo de la palabra me refiero a ella como entidad universal-, su mapa histórico ejemplifica magníficamente momentos de esplendor y decadencia, a veces coincidentes en el tiempo debido a sus diversos y lejanos ámbitos geográficos de uso. Nadie duda de que el castellano es una las lenguas más evolucionadas del mundo y que goza de una extraordinaria vitalidad. Sin embargo, como todo organismo vivo, es vulnerable a la acción de agentes degenerativos que laten en el seno de la sociedad y que se activan en momentos de opresión o estancamiento espiritual. La extensión de lugares comunes, muletillas, extranjerismos sustitutorios, metáforas hueras, desorden sintáctico, torpeza prosódica, etc., empobrecen y reducen la lengua a un estado mecánico y funcional que abotarga el pensamiento.
A finales del siglo XIX y principios del XX, el casi desesperado
intento de Azorín de revitalizar la lengua castellana peninsular, adormecida
por el absolutismo y la pereza, tuvo eco en Antonio Machado, quien recogió las
propuestas simbolistas a través del modernismo allegado por Rubén Darío, Juan
Ramón Jiménez, quien también siguió inicialmente la estela rubendariana, y los
poetas de la Generación del 27. Sin embargo, este portentoso impulso
revitalizador quedó abortado tras la Guerra Civil, pues la derrota de la
República significó también la derrota de la lengua castellana peninsular.
Durante la larga dictadura franquista las palabras del
castellano peninsular edificaron una falsa realidad sustentada en el
oscurantismo religioso y político de los vencedores. En ese proceso de mutación
del sentido, las palabras sirvieron para velar la verdad y legitimar al
régimen. Así, mientras la palabra «paz» ocultaba represión, persecución,
padecimiento y humillación de miles de opositores o sospechosos de serlo, todo
el aparato del Estado fue articulado en leyes autoritarias que distorsionaron
la vida y los hábitos de los ciudadanos. La
ley era la palabra de la dictadura. Y , en
tanto que los intelectuales que habían apoyado el proyecto democrático de la
República habían sido asesinados, encarcelados u obligados al ostracismo
interior o exterior, los intelectuales del régimen consagraron un sistema de
pensamiento embrutecedor e intolerante. Un sistema que añadió al hambre y la
miseria dejadas por la guerra, la pobreza del pensamiento. No importaba que
otros pueblos estudiasen, trabajasen y fuesen más cultos y prósperos y
disfrutaran de un mayor bienestar, pues, falazmente, nada era mejor ni más
grande que ser español.
El castellano peninsular se convirtió entonces en un eficaz
instrumento político de sometimiento ideológico de la población de la ficticia
«España, una, grande y libre», la España «diferente». En este contexto, los
portavoces del nacional-catolicismo buscaron y encontraron en las raíces del
antiguo castellano inquisitorial e imperial los recursos para una lengua
oficial que apuntalaba el discurso retórico, tan grandilocuente como hueco, del
régimen. Así lo entendió el papa Pío XII, cuando el 16 de abril de 1939,
escribió en otro ejemplo de pretenciosa verborrea: La nación elegida por Dios como principal instrumento de evangelización
del nuevo mundo y baluarte inexpugnable de la fe católica acaba de dar a los
precursores del ateísmo materialista de nuestro siglo la
prueba más excelsa de que,
por encima de todo, están los valores de la Religión y del espíritu[1].
Un castellano mecánico de palabras cerriles y pesada sintaxis
sirvió para edificar los muros detrás de los cuales se atrincheraron los
españoles durante cuarenta años. Tras ese «gesto nobilísimo de cristiana
edificación» se confeccionó un «traje a nuestra medida, español y castizo» para
combatir a los enemigos que amenazaban la grandeza española. Porque, como
afirmaba el Caudillo, a España se la ha
hostilizado siempre que ha resurgido, desde los tiempos de Felipe II [...] y
cuanto más se ha levantado, cuanto más independiente se ha hecho, cuanto más
enérgicamente se ha extirpado el cáncer o una enfermedad que la corroía, más se
ha crecido contra España la hostilidad de fuera.
El habla se convirtió en jerga, en farfullo irascible de
exclusión y confrontación permanente, que los grupos ultracatólicos y
tardofranquistas prolongan entrado ya el siglo XXI. «Rojos», «ateos»,
«comunistas», «judíos», eran, entre otras, palabras que encarnaban enemigos
diabólicos en perennes «contubernios» o «conspiraciones judeo-masónicas» desde
la «pérfida Albión» o desde el «país del brioche y del bidet» contra España, la
«patria», los «cristianos», los «católicos».
Pero al mismo tiempo, los ideólogos que habían fraguado el
castellano oficial como un baluarte de la España franquista y que sabían de la
debilidad y, tal vez, de la ilegitimidad de su propósito, clamaban contra la
«falsa modernidad» que venía del extranjero y que amenazaba con la disolución
de la lengua. De acuerdo con esta creencia es que en 1940, como recoge Martín Gaite,
se prohibió el «uso innovador y deformante de vocablos extranjeros en marcas,
rótulos, frases y escritos [que constituían] desollamientos en la piel
española».
Como consecuencia de este proceso castrador, el castellano
peninsular perdió todo el impulso revitalizador que manifestaba en las primeras
décadas del siglo XX. La rigidez sintáctica y la retórica dificultaron el
desarrollo estilístico fuera de la tradición realista y ancló en ella la
producción literaria española. La restauración democrática, si bien creó un
nuevo marco expresivo y favoreció algunos intentos innovadores, éstos se vieron
limitados por las tendencias uniformizadoras determinadas por el poder
económico mundial que controlan los grandes grupos editoriales y medios de
comunicación.
En América, el castellano hispanoamericano, una vez superados
los complejos disfrazados de rebeldía hacia la antigua metrópolis surgidos tras
la emancipación, emprendió una decidida andadura beneficiada por los aportes de
las lenguas nativas y la etapa formativa de las nuevas naciones. Este
sentimiento de independencia coincidente con el espíritu romántico favoreció
asimismo la mirada hacia otras realidades lingüísticas comprometidas en un
proceso innovador. Tras su enriquecedor vínculo con las vanguardias europeas y
el aporte de la intelectualidad española exiliada, el castellano
hispanoamericano cuajó en una lengua de gran horizonte expresivo. Pero, como
sucedió con la derrota de la República española, las
dictaduras que se sucedieron a partir de la segunda posguerra mundial, y en
particular desde los años setenta, por un lado, y la retórica revolucionaria
inspirada en el realismo socialista, por otro, dieron paso a una lengua
bastardeada por el autoritarismo, la corrupción y la mediocridad. La
lengua, ya condicionada y empobrecida por la consigna de «escribir para el
pueblo», fue asimismo instrumentalizada desde el poder dictatorial, que se
valió del eufemismo y la ambigüedad para disimular el horror. De este modo, por
ejemplo en Argentina, el régimen del Estado terrorista se autodenominó «Proceso
de Reorganización Nacional» y todo el mundo aún sigue llamando «el Proceso» a
ese período de sangrienta dictadura. En un vasto contexto de falseamiento de la
realidad, las bandas paramilitares que secuestraban, asesinaban y robaban
siguiendo un plan de exterminio sistemático de opositores fueron llamadas
«grupos de tareas», «secuestrar» se dijo «chupar» y «chupadero» designó al
campo de concentración clandestino, a donde iban a parar las víctimas de la
represión condenadas a «desaparecer». La movilización internacional contra la
flagrante conculcación de los derechos humanos en el país motivó el eslogan
«somos derechos y humanos». Una gran parte de los argentinos, que consideró la
campaña una ofensiva «injerencia extranjera» en los asuntos internos del país,
aceptó con jactancioso orgullo la escandalosa tergiversación de la frase
contribuyendo así a la política de ocultación de la trágica realidad. La
identificación «yo, argentino» significó no saber nada, no tener responsabilidad
ni compromiso. La fatuidad civil se reconocía como un supremo signo de
identidad nacional.
Las secuelas del horror y la debilidad de las instituciones
democráticas, en cuyo seno se había enquistado la corrupción, naturalizaron una
lengua al servicio del fraude, el disimulo y el sensacionalismo. La
restauración de unas democracias tuteladas por el poder económico tanto en
España como en Hispanoamérica, se han convertido en el mercado idóneo en el que
los grandes consorcios editoriales ponen sus productos de consumo masivo y
rápida digestión. Sus líneas editoriales, que han revitalizado el realismo
costumbrista y el uso de una lengua instrumental, se extienden como una espesa
trama
ideológica que tergiversa la realidad, impide el conocimiento
y embota el pensamiento.
En el apogeo de la impostura, la lengua instrumental permite
que las guerras colonialistas sean llamadas «preventivas» o «humanitarias», que
las víctimas civiles se denominen «daños colaterales», el genocidio, «limpieza
étnica», el abuso, «responsabilidad», la invasión, «liberación», los países
pobres, «países emergentes», y que «amor», «solidaridad», «perdón», etc., sean
meros esqueletos fonéticos cuya carnadura se ha perdido por el uso sin el
correlato de la acción que implican. En estas circunstancias, la palabra
sustantiva atacada por las fuerzas irracionales del poder político y económico
pierde paulatinamente su capacidad de acción y acaba paralizada. Llegado ese
momento y enredada en el gran barullo verbal del sistema, la confusión
babélica, la palabra no puede expresarse y comunicar la verdad. Su parálisis
implica la parálisis del espíritu y con ella el olvido, la impunidad.
Entonces ¿para qué el poeta lleva la palabra a los límites
del misterio y la confronta con el silencio con el peligro de caer en él? El
poeta tiene la responsabilidad de preservar el patrimonio significativo de la
palabra, porque, como expresión de la comunidad humana, ella comporta la llave
de la razón y el acto civilizador. La palabra sustantiva, en la medida que es
comprendida en su verdadera y unívoca significación, inspira el cuerpo ético
que, al determinar su comportamiento en un marco de confianza y justicia, rige
la convivencia entre los individuos. Por otro lado, esta palabra por su misma
potencia significativa y la carga mítica de su raíz, es vehículo de
conocimiento y libertad para los individuos que la reciben. Los cambios
externos que se operan en la palabra sustantiva de acuerdo con la formulación
de leyes que consolidan el progreso y la felicidad de los hombres enriquecen su
significación esencial. En cambio, sucede todo lo contrario cuando tales
cambios se operan desde la impostura y la injusticia. Es en este caso, cuando
el poeta debe actuar y rescatar la palabra de la inflación verbal, del farfullo
bárbaro y embrutecedor, y devolverle la vida y su verdadero sentido.