Hay cierta tendencia generalizada a creer que el ser humano a medida que crece también madura y que la madurez lleva implícita una visión más comprensiva del mundo y de sus habitantes. En otras palabras, como si la pérdida de energías físicas favoreciese pautas de conducta más acordes con la experiencia de lo vivido. Esta falsa creencia es la que nos lleva a decir, por ejemplo, que de joven eres incendiario y de mayor bombero o bien a identificar la ancianidad con la sabiduría (¿alguien tiene en la cabeza la imagen de un sabio joven?).
Todos, o casi todos, los sistemas culturales enseñan el respeto a las personas mayores, cuando en realidad deberían enseñar el respeto a las personas independientemente de su edad. Resulta llamativo que en esta sociedad adocenada en el buenismo y lo políticamente correcto, muchos ancianos -hombres y mujeres- no sólo no son sabios, sino que hacen ostentación de su intolerancia, de su violencia y de una radical mala educación. Como si la senectud les diera inmunidad para comportarse al margen de cualquier regla de urbanidad; como si su fragilidad física los eximiera de cometer abusos.
Esta agresividad que se manifiesta de diversas formas y con distintos grados de violencia quizás tiene su origen en un sistema cultural donde los valores cívicos y los derechos individuales no constituyen una práctica naturalizada en todos los ámbitos de la actividad humana. Como consecuencia de esto cabe pensar que las sociedades donde no se educan a las personas inmaduras -niños, jóvenes- en el respeto a los demás y al medio en el que viven, difícilmente tendrán viejos sabios.