Xing Xu y James Clark, palentólogos del Instituto de Paleontología Vertebrada y Paleoantropología de Pekín y de la Universidad de Washington, informan en la revista Nature del hallazgo de un pequeño dinosaurio vegetariano, que vivió hace 160 millones de años. Dado que los huesos de este animal prehistórico se fosilizaron en el fango se le llamó Limusaurus inextricabilis, que significa «lagarto atrapado en el barro».
La noticia podría pasar desapercibida como otras tantas noticias científicas, si no fuese porque este hallazgo confirma la teoría de que las alas de las aves surgieron de tres dedos de las patas de los dinosaurios, en particular los llamados terópodos, que en su mayoría son carnívoros, como el Tiranosaurio Rex, de cuya voracidad y eficacia para la caza dio cuenta la película Parque Jurásico.
En 1997, en Extraños en el paraíso, en el capítulo dedicado a «La identidad como referencia existencial y vital», señalaba cuán importante era «constatar hasta qué punto la naturaleza del hombre, su estar en el mundo, depende también de su identidad biológica.» Es decir, recordar el «origen único de la vida y la identidad común» a partir de una arqueobacteria que fue la única entidad viva del planeta durante sus primeros 2 mil millones de años.
Las poderosas intuiciones de Charles Darwin, con su teoría de la evolución de las especies; Karl Ernst von Baer, quien constató que los embriones de los distintos vertebrados presentan mayores similitudes cuanto menor es su edad, y, entre otros Ernst Haeckl, cuya «ley de la recapitulación» establece que el desarrollo embrionario reproduce la historia evolutiva de los antepasados, han permitido establecer ese común origen. Sobre estas bases y no obstante las diferentes apariencias externas es posible comprobar que existe una semejanza «en la estructura ósea de las extremidades anteriores de la ballena, el murciélago y el hombre. Semejanza homóloga, como se la denomina, que también observamos en las aletas de los peces, las alas de los pingüinos y las alas de las aves.
El eslabón perdido de esta secuencia evolutiva, enterrado en el barro durante millones de años, ha sido al fin hallado y tiene el nombre de Limusaurus inextricabilis. Ahora bien, si a lo largo de su relativamente corta historia el ser humano ha sido capaz de acumular tantos conocimientos guiados por la razón, cabe preguntarse qué error genético, qué grieta de la inteligencia, hace que tantos sigan creyendo -y hasta matando- que la identidad humana nace de la idea de nación. Ante esta enorme torpeza que distorsiona la realidad me pregunto si los dinosaurios realmente se extinguieron.
Imagen: Limusaurus inextricabilis. Nature.