Michael Jackson, Jacko, y Pina Bausch, nombre artístico de Philippine Bausch, han entrado definitivamente en la leyenda. En ambos, más allá de la condición de cantante del primero, fueron sus particulares modos de bailar y entender la danza como una dramática expresión de la soledad del ser humano en un mundo desgarrado por dos guerras mundiales, y las que le han seguido, y atormentado por la engañosa felicidad de los mitos ideológicos.
En Jacko, especialmente en el desolado paisaje urbano que recrea Billie Jean como marco de una triste y común historia cotidiana, y en Pina, a partir de su célebre Café Müller, la supuesta distancia entre las formas clásica y pop de la danza parece borrarse. Aunque muchos no lo hayan advertido, acaso por prejuicio o provincianismo estético, la velocidad, la eléctrica movilidad y la desarticulación corporal de Michael Jackson son características expresivas que encuentran su complemento en la audaz lentitud y la repetición gestual a la que Pina Bausch somete el cuerpo, para expresar uno y otro por simple intuición artística la extrañeza existencial del individuo incapaz de comunicarse con el otro en un mundo donde los avances tecnológicos parecen cerrar todas las puertas de las correspondencias y condenarlo a ese autismo que sólo encuentra paisajes abiertos en las paradojas de la virtualidad.