El Tribunal Penal Internacional (TPI) de la Haya, que ha juzgado y condenado a Charles Taylor de Liberia, Slobodan Milosevic de Yugoslavia y Milan Milutinovic de Serbia por crímenes de guerra, acaba de dictar orden de captura contra el general Omar al-Bashir, presidente de Sudán. El TPI acusa a al-Bashir de crímenes de guerra y contra la humanidad. Sin embargo, el general sudanés se ríe de la orden del alto tribunal y masas enardecidas vitorean su soberbia criminal.
Hay muchos elementos para analizar sobre el vínculo visceral de los dictadores con las masas populares, a las que por otra parte sus esbirros masacran y aterrorizan, pero ahora tal vez convenga llamar la atención sobre la situación de los derechos humanos y el deterioro institucional de los organismos encargados de hacerlos cumplir.
Al acabar la Segunda Guerra Mundial y constituirse la ONU pareció iniciarse, no obstante la partición del mundo en dos bloques ideológicos, una nueva era marcada por los esfuerzos para alcanzar una convivencia pacífica. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, el 10 de diciembre de 1948, alentó esa idea. Desde entonces se ha trabajado mucho y se han alcanzado importantes avances que ahora parecen quedar neutralizados, precisamente por la acción demoledora contra ellos ejercida por la mayor potencia del mundo. El daño ocasionado por la política de EE.UU. desde la época de Reagan hasta ahora es enorme. Pero no es el único culpable. También la hipocresía de los gobiernos europeos ha contribuido a minar la fuerza institucional y moral de la ONU y del TPI que, además, carecen de fuerza coercitiva para hacer cumplir sus decisiones. Basta preguntarse qué autoridad puede tener el TPI para arrestar a al-Bashir si tampoco la tiene para sentar, entre otros, a George Bush en el banquillo. Muchos pondrán el grito en el cielo por esta comparación, pero si se mira objetivamente, se verá que lo que diferencia a ambos es sólo cuestión de estilo. Mientras tanto, la muerte de más de 300.000 personas, además de las miles de torturadas y violadas, y el desplazamiento de dos millones y medio durante la guerra de Darfur sigue impune. El general Omar al-Bashir ríe mientras los sudaneses, despojados hasta de dudas hamletianas, se preguntan cada día si sobrevivirán a tanta barbarie.