En el contexto de
la sociedad burguesa y capitalista, los derechos de autor están íntimamente
vinculados al quehacer artístico y al modus
vivendi del artista. De aquí que el respeto a tales derechos, su
reconocimiento y satisfacción, no debería ser objeto de cuestionamiento o
menoscabo por parte de los agentes sociales que intervienen en el uso y
disfrute del libro o de la obra de arte.
En la segunda
mitad del siglo XV empezaron a definirse las llamadas «virtudes burguesas»
caracterizadas por la respetabilidad, la laboriosidad y el afán de lucro, que
constituyen los pilares básicos de un nuevo sistema ético que se desarrolla
como parte del proceso general de racionalización que rige los actos del
individuo burgués y de la comunidad. En este momento histórico –especialmente
en las ciudades-estado del norte de Italia-
es cuando el individuo empieza a tener conciencia de su propia
individualidad y a expresar su personalidad. Como afirma Arnold Hauser, «la
fuerza de la personalidad, la energía espiritual y la espontaneidad del
individuo son la gran experiencia del Renacimiento», lo que se traduce en el
ideal del arte «en cuanto éste abarca la esencia del espíritu humano y su poder
sobre la realidad». Ahora bien, esta toma de conciencia del artista como
individuo, lo eleva por encima de la condición de artesano que tenía hasta
entonces y consigue el reconocimiento sobre la espontaneidad y originalidad de
su trabajo. Pero el hecho de que el producto de su trabajo sea espontáneo y
original y él tenga una mejor consideración social no significa que haya dejado
de ser trabajador y por lo tanto que haya quedado exento a recibir una
remuneración por aquello que produce. De modo que, casi al mismo tiempo que la
invención de la imprenta, surge en ese incipiente marco capitalista el concepto
de «propiedad intelectual», dado que ya no es posible valorar el trabajo del
artista en los términos convencionales que atañen a los artesanos.
La naturaleza abstracta
de esta propiedad ha dado lugar a lo largo de los siglos a muchos abusos e
incomprensiones que han permitido que el usufructo de los derechos que esta
propiedad genera haya terminado limitando la titularidad de los mismos cuando
no imponiéndose sobre ésta. Cabe preguntarse por qué la propiedad intelectual
no se rige jurídicamente del mismo modo que la propiedad de la tierra o de
cualquier otro bien inmueble; cabe preguntarse por qué esta propiedad tiene
fecha de caducidad y algunos se arrogan la capacidad para gestionar y disponer
de los derechos que la propiedad intelectual genera en un usufructo abusivo.
Del mismo modo
que la imprenta de tipos móviles extendió el uso y disfrute del libro a partir
del siglo XV, las nuevas tecnologías han permitido un nuevo salto –por ahora
más cuantitativo que cualitativo- en la difusión de la obra y con ello la
extensión del usufructo de los derechos de autor. Un usufructo cuya regulación
legal ha de ser actualizada para salvaguardar la integridad de la propiedad
intelectual. Para ello es absolutamente necesario que las Administraciones
públicas, central y autonómicas, tomen conciencia del verdadero concepto y
naturaleza de los derechos de autor. Para los autores, estos derechos equivalen
al salario o remuneración que percibe cualquier otro trabajador, y por lo tanto
son vitales para su sustento. Contra lo que muchos suponen los autores no viven
del aire por amor al arte. Romper con esta absurda creencia es responsabilidad
no sólo del colectivo de autores, sino y de un modo rotundo de las
Administraciones públicas, para que ningún sector crea, equivocadamente, que
exigir el cumplimiento de estos derechos –derechos y no regalías, ni subsidios,
ni becas- supone quitarle el pan a otros trabajadores o atentar contra la
cultura.