lunes, 31 de diciembre de 2012

TECNOCRACIA Y POLÍTICA

 El anuncio del presidente boliviano, Evo Morales, de nacionalizar cuatro filiales de Iberdrola para asegurar el suministro eléctrico a las zonas rurales a precios accesibles para los usuarios, sirve para exponer la diferencia que existe entre una acción política y otra tecnocrática y lo que esto supone en relación a la idea que se tiene de la naturaleza y la función del Estado.

Algunos líderes latinoamericanos -Morales, Correa, Fernández de Kirschner, Chávez, Mujica, Rousseff- independientemente de sus posicionamientos ideológicos o de sus métodos de gobierno- tienen en común una misma idea sobre la función del Estado y del rol que éste debe cumplir como entidad superior protectora de los intereses, la seguridad y la felicidad de los ciudadanos. Todos ellos y sus partidos, a pesar de la fuerte presión neoliberal que sufrieron a partir de la década de los setenta del siglo XX y del desmantelamiento de las escasas infraestructuras industriales, siguen fieles a la tradición del ejercicio de la política como principal factor de gobierno. Incluso durante el crash de la economía argentina en 2001 provocada por la orientación económica del FMI y otros organismos financieros mundiales y los efectos de la corrupción en el estamento político, que llevó a la ciudadanía a pedir «que se vayan todos», no se dejó de hacer política y esa fue una de las razones por las que el país pudo salvarse de la quiebra.
A partir de la guerra de Yom Kippur y del golpe de Pinochet en Chile, en 1973, los centros de poder del capitalismo neoliberal desencadenaron en todo el planeta un soberbio ataque de desprestigio al Estado como gestor y administrador de la res publica, que se aceleró tras las caídas del muro de Berlín y del bloque soviético, en 1989 y 1991. El principal síntoma de este ataque fue la fiebre privatizadora que aligeró el patrimonio del Estado, al que incluso se privó de empresas estratégicas -de transportes y telecomunicación, energía, etc.-, al mismo tiempo que los puestos claves de partidos e instituciones eran progresivamente ocupados por tecnócratas, especialmente economistas, que actuaban bajo el paraguas de la política trasmitiendo a la ciudadanía un engañoso mensaje sobre sus verdaderos propósitos: convertir el Estado en gerente ejecutivo y legislativo de los intereses de las grandes corporaciones privadas y promover el desarrollo económico sin trabas ni perturbaciones políticas. De este modo, los Estados vaciados de sus patrimonios quedaron inermes frente a la acción depredadora de ese opaco poder que se ha dado en llamar «los mercados» y, consecuentemente, incapaz de defender el bienestar de la ciudadanía.
La decisión del presidente Evo Morales de expropiar cuatro filiales de Iberdrola -como en abril de 2012 de Cristina Kirschner de hacer lo propio con YPF, filial de Repsol- constituye una decisión política orientada a fortalecer el Estado y proteger al ciudadano de la acción depredadora de las empresas. El uso sinonímico de los términos «expropiar» y «nacionalizar» no hace sino enfatizar la naturaleza política de una acción de Gobierno que tiene como objeto el bienestar de la comunidad.
Una acción de esta naturaleza choca frontalmente con las medidas de los gobiernos tecnócratas, como el español, lanzado a una escandalosa actividad privatizadora de la educación y la sanidad, al mismo tiempo que sale al rescate con dinero público de bancos en quiebra que, una vez saneados reprivatizará para beneficio de algún grupo particular. Pero, aparte de esto, la situación de crisis social y económica -desempleo, deshaucios- derivada del estallido de la burbuja inmobiliaria, favorecida por una ley del suelo que dio pábulo a la especulación, y de las malas praxis de las entidades financieras no ha motivado ninguna medida del Gobierno dirigida a proteger a la ciudadanía, tal como es deber del Estado, sino que, por el contrario, ha destinado millones de euros ha rescatar a los grupos privados causantes de la crisis. Es evidente que el Gobierno de tecnócratas no sólo no tiene ningún control sobre la situación general en la medida que ha entregado la soberanía del Estado a los grupos de poder capitalista, sino que tampoco tiene entre sus planes llevar a cabo acciones políticas en favor de los ciudadanos. 
¿Qué hacer? es una pregunta que vuelve a cargarse de sentido y supone que la ciudadanía impulse un proceso de transformaciones radicales en las relaciones con sus representantes, a fin de minar su discurso tecnocrático y restaurar el orden político hoy usurpado por el orden económico.

martes, 18 de diciembre de 2012

LA LIBERTAD COMO SUBPRODUCTO

La noción de libertad, si bien ha sido expresada y utilizada de muy diversas maneras según los momentos históricos y los contextos políticos y culturales, se define fundamentalmente por la capacidad inmanente del ser humano para obrar de un modo u otro o de no obrar. Por esta vía la libertad alcanzó el carácter de derecho fundamental que, en la actualidad, los intereses particulares han reducido a mero subproducto del orden económico.

La libertad fue expresada por los pensadores griegos como una facultad natural del ser humano de acuerdo con la cual podía sustraerse al determinismo cósmico, sea entendido éste como el Destino o la Naturaleza, y también como un concepto social y político que permite a una comunidad humana «regirse sin interferencias de otras comunidades y en cuyo seno los individuos obran acordes con las leyes» (1)
Desde aquel momento histórico, la libertad ha sido objeto de reflexión tanto en el orden filosófico como social, político y religioso. Al margen de otras consideraciones, la libertad es hoy el campo de batalla donde dirimen su hegemonía las concepciones republicana y liberal de la misma y de cuyo resultado depende la felicidad o infelicidad de la mayoría social.
Para el liberalismo la libertad «es un derecho natural del individuo a quien no cabe poner interferencias a su voluntad» y, consecuentemente, las leyes deben ser hechas para favorecerla. Para la tradición republicana, la libertad se concibe «como no dominación de unos sobre otros» ya que «la libertad individual no existe en sí mismo sino como expresión de la libertad colectiva concebida como un todo». Esto significa que para el republicanismo la libertad no es un derecho natural, el cual supone reconocer y aceptar la ley de la selva, donde prevalece el más fuerte, sino que «emana de las instituciones políticas republicanas y de las leyes que garantizan la convivencia en armonía dentro de la comunidad», porque los «ciudadanos libres hacen las leyes y las leyes hacen la libertad». Dicho de otro modo, el individuo es libre en la medida que la comunidad a la que pertenece lo es.
El liberalismo, cuyo correlato emocional es el romanticismo, constituye el fundamento ideológico sobre el cual se ha desarrollado el capitalismo que ha hecho del individuo y no la sociedad el motor del progreso científico y tecnológico, paradigma que se consagra con la expresión «iniciativa privada» con alto valor positivo. Esto significa que, mientras para el republicanismo la libertad política se plantea en la espacialidad determinada por el desarrollo económico y cultural armónicos, que permite a los ciudadanos influir en las estructuras instituciones y orientar las políticas de sus gobiernos, para el liberalismo dicha espacialidad se traduce como mercado, dentro del cual los ciudadanos se convierten en consumidores. Esto viene a explicar los ataques del neoliberalismo al Estado y las estructuras políticas y económicas públicas sobre las que impone la «libertad de mercado» y sus leyes en detrimento de la libertad y felicidad de los ciudadanos en su conjunto. 
Llegados a esta encrucijada, en la que la libertad, como «no dominación de unos sobre otros», es una palabra muerta viviente, la felicidad futura de la ciudadanía depende de la toma de conciencia de los ciudadanos de este estado de cosas y de su voluntad de transformar radicalmente el vínculo con sus representantes -políticos, sindicales, gremiales- recuperando las riendas de la acción política. Sin ésta, la libertad seguirá siendo un subproducto y los ciudadanos esclavos/consumidores del orden económico capitalista.
(1) Diccionario político. Voces y locuciones, Antonio Tello (El Viejo Topo, 2012)

domingo, 11 de noviembre de 2012

LITERATURA DE ALTO CONSUMO Y BAJO CONTENIDO


En los primeros años de la segunda década del siglo XXI, la literatura constata el total divorcio entre la creación literaria y la producción editorial, como consecuencia de la deriva mercantil de la sociedad de consumo. Pero, además de los económicos, también han incidido en la conformación de este cuadro factores ideológicos de un invisible totalitarismo.

La existencia del divorcio entre la literatura como creación artística y el negocio editorial no es algo abstracto sino concreto que tanto el escritor como el lector pueden observar a simple vista.
En primer lugar vemos, como en el sector alimentario y sin olvidar que en los supermercados también se venden libros, cómo las grandes superficies, reales y virtuales, han desplazado a las librerías de libreros, quienes no pueden seguir el vertiginoso ritmo de las novedades que ocupan/desocupan sus mesas y sus estanterías. La novedad y el entretenimiento se constituyen en los pilares maestros de toda lectura y no, como en realidad son, los pilares fundamentales de la dinámica editorial del capitalismo.
En el supuesto de que se acepte el consumo como principal factor dinamizador de la economía capitalista, cabe preguntarse si es sólo este el único motivo de esta clase de producción masiva de libros de usar y tirar. Cabe preguntarse si detrás de esta motivación económica no existe otra, quizás inconsciente para los agentes directos, de convertir a los ciudadanos en animales consumidores y políticamente sumisos neutralizando y adormeciendo su capacidad para pensar e imaginar.
Llegados a este punto surge la figura del escritor no como creador sino como engranaje importante en la cadena de producción editorial, en cuyo ámbito también los editores tradicionales han sido desplazados por burócratas y mercadotécnicos a quienes no les importa el contenido del libro sino el libro como objeto de venta y consumo. En este proceso de industrialización y comercio de la creación literaria, el escritor acepta someterse a las reglas del industrialismo editorial y renuncia a su condición de creador para convertirse en un productor. Al hacerlo no cae en la cuenta de que su posición no sólo pierde prestigio sino que se hace mucho más vulnerable a una nueva y más amplia competencia profesional.
No hay que olvidar que el contexto en el que se desarrolla el capitalismo es el de la democracia y que este concepto social tan alto de libertades ciudadanas también ha sido carcomido por los intereses venales del sistema económico. En nombre de la democracia -y más ahora con el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación- se ha convencido a las masas de que cualquiera puede ser escritor. Es cierto. Cualquiera puede ser escritor de productos manufacturados que se sostienen sobre la sobrevaloración mal intencionada del argumento y de los subgéneros, pero pocos pueden ser escritores creadores. Y lo dicho de los escritores en tanto narradores también queda dicho en tanto poetas. Cualquiera puede escribir versos -después de todo un verso puede ser sólo una medida de longitud-, pero son unos pocos quienes pueden hacer poesía, simplemente porque la creación artística no atiende a los sistemas políticos sino a pulsiones más hondas que comprometen al alma humana. Por esto se les llama creadores.
Un creador produce su obra una vez que se ha asomado al abismo y ha sentido la respiración de las sombras y lo hace sin mediatizaciones de ninguna naturaleza, pues si lo hace con alguna estaría traicionando su compromiso con la verdad y estaría haciendo política, religión, ideología, etc., pero no literatura, pero no poesía. No se habla aquí ni de belleza ni de entretenimiento, sino de libertad, pues la preservación de este principio permitirá al lector potenciar su imaginación, realizar su propio viaje y encontrar las respuestas que estás más allá de las apariencias. Ser libre. Esta es la responsabilidad del escritor creador que no tiene y que el escritor productor no tiene o no le importa tener. ¿Significa esto que el escritor creador debe renunciar a vivir de lo que produce? Por supuesto que no. 
En en esta soberbia ceremonia de la confusión creada por el sistema, no son quienes sueñan con escribir su cuento, su novela o su poema los intrusos que intervienen en la competencia. Los intrusos, y a la vez ejemplos claros de la corrupción de la actividad literaria, son aquellos que, aprovechando su situación de privilegio en los medios de comunicación y tentados por los grandes grupos editoriales o su frívola vanidad, se lanzan, por sí o por redactores clandestinos, a escribir sobre sus vidas, sus intimidades, sus miserias, prolongando la basura televisiva y produciendo verdaderos ¡best sellers! Y aquí se cierra el círculo, porque el éxito de ventas -verdadero objetivo del mercantilismo editorial- constata la existencia de un comprador de algo (el libro) que quizás nunca vaya a consumir (leer), pero que guarda como un objeto sagrado porque tiene la firma o el rostro que ve cada día en su altar de plasma, por donde se ha derramado tanta miseria íntima. La mediocridad como materia viva del sistema consagra el mito popularidad. 

viernes, 12 de octubre de 2012

CANIBALISMO CAPITALISTA


La naturaleza del capitalismo, que el marxismo ha descrito con nitidez poniendo énfasis en la lucha de clases, y su acción corruptora sobre conceptos fundamentales para la convivencia y el progreso de la sociedad como democracia y libertad, ahora ya son visibles desde el interior mismo del sistema. Devorada toda oposición ideológica y en un estado general de anomia, el capitalismo del siglo XXI ya se devora a sí mismo.

El actual poder económico, representado por una opaca oligarquía financiera, que controla las elites represivas y ha desplazado el polo de poder de la economía productiva a la economía financiera, ha propiciado la pérdida de valores y referencias éticas, la vulgarización de la actividad política y el sometimiento de las soberanías nacionales y del Estado, y dado lugar a una situación inédita en la historia moderna. Una situación en la que el capitalismo ha llegado al punto de vulnerar uno de sus principios básicos como es la propiedad privada.
Hasta el siglo XIV, la idea de propiedad se centraba fundamentalmente en la tenencia de la tierra, pero desde entonces «el ascenso de la burguesía y su tendencia a la acumulación de las riquezas -como apunto en Diccionario político- tuvo consecuencias para la propiedad personal, a la que se le concedió más valor, y para la real. [...] Con el desarrollo del capitalismo, el concepto de propiedad trascendió la tenencia de la tierra y alcanzó el de la tenencia de los medios de producción, lo que dio lugar a la elaboración de un sistema de leyes orientado a garantizar los derechos de la propiedad privada».
El derecho de la propiedad de bienes -materiales o inmateriales- comprende «las facultades de uso -ius utendi-, por el cual el titular puede servirse del bien para sus intereses, pero respetando la función social del derecho; de disfrute -ius fruendi- por el cual el titular puede aprovechar y disponer de los frutos o productos que el bien genere, con o sin su intervención, y de disposición -ius abutendi-, por el cual el titular puede hacer lo que desee, salvo cuando su acción es contraria a la función social del bien. De aquí que el derecho de propiedad constituya un poder moral, exclusivo, y también limitado por los intereses del bien común y la subordinación al deber moral, perpetuo e imprescindible, según lo establece la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.»
Este factor moral inherente a la propiedad privada es recogido por todas las constituciones democráticas y la Constitución española no es una excepción. En su artículo 33 dice: 
  1. Se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia.
  2. La función social de estos derechos delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes.
  3. Nadie podrá ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente indemnización y de conformidad con lo dispuesto por las leyes.

Sin embargo, la dinámica acumulativa que el capitalismo lleva en su propia naturaleza ha experimentado tal aceleración que ha colapsado al sistema mismo, el cual, con el pretexto de la supervivencia, ha empezado a devorarse a sí mismo atacando el principio fundamental de la propiedad privada sin que el Estado, convertido en gestor del poder económico-financiero, pueda hacer nada por evitarlo. Esto, y su anorexia política, explica que el Gobierno legitime que bancos y otras entidades financieras se queden con las viviendas de miles de hipotecados sin que las propiedades incautadas cancelen las deudas hipotecarias. Y si escandalosa es la conculcación flagrante del punto 3 del artículo 33 de la Constitución, también lo es que se creen «bancos malos» encargados de poner nuevamente en el mercado las miles de viviendas indebidamente apropiadas, y que los beneficios obtenidos por sus ventas no vayan a destinarse a la extinción de la deuda ni ha indemnizar a los ciudadanos sino a «equilibrar» el cuadro de pérdidas y ganancias de los bancos. ¿Es esto lo que los gobiernos entienden por «causa justificada de utilidad pública o interés social»?
Cabe añadir que no sólo es ilegítima esta acción de los bancos sino también la acción del Gobierno que la permite al faltar al artículo 47, que considera la vivienda como un derecho, y al artículo 38, que trata de la economía de mercado, cuyo ejercicio deben ser garantizados y protegidos por los poderes públicos «de acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación», lo que quiere decir que el Estado tiene la prerrogativa y la obligación de velar por el bien común.

miércoles, 3 de octubre de 2012

CLASE POLÍTICA Y POLÍTICOS


Desde la crisis del petróleo de 1973 ha ido instalándose progresivamente en el imaginario de la sociedad el descrédito de la clase política y la desconfianza hacia el Estado, al tiempo que los políticos tradicionales eran sustituidos en sus puestos por tecnócratas y las grandes corporaciones económico-financieras se hacían con el control del poder. Tal situación ha tenido graves consecuencias para el bienestar de los ciudadanos y para la paz mundial.

La política, cuya etimología griega significa «de los ciudadanos», es el «conjunto de actividades humanas que tienen como referencia el Estado y una serie de procesos mediante los cuales se manifiestan diversas relaciones de poder entre grupos de individuos» (Diccionario político, El Viejo Topo, 2011). El ejercicio del poder político, como ya apuntaba Aristóteles, se verifica en el seno de la comunidad porque es en ésta donde puede alcanzar sus fines específicos. Dado que estos fines son el bien común, la justicia, la igualdad, la seguridad y la prosperidad en tiempos de paz, el ejercicio de la política exige a los políticos un sentido ético para toda actuación social.
Desde este punto de vista queda claro que el principal objetivo de la acción política, es decir del servicio público, es velar por la felicidad de los ciudadanos en el marco del Estado y sus instituciones. Sin embargo, hoy este objetivo aparece pervertido por la idea de que el Estado es incapaz de proteger a los ciudadanos y de gestionar el patrimonio público, y, consecuentemente, los políticos carecen de la inteligencia suficiente para tan altas funciones. De este modo, al cuestionarse la eficacia del Estado y de la clase política, los poderes privados que operan según las normas capitalistas, tienden a ocupar el ámbito de la res publica desplazando y desprestigiando a la clase política y colocando en su lugar a tecnócratas que actúan al servicio de los intereses económicos y financieros y privatizando servicios que, por su naturaleza pública, no tienen que ser necesariamente rentables. 
Con la crisis del petróleo de 1973 comenzó así un portentoso proceso invasivo de la política que ha debilitado al Estado y ha usurpado el puesto de los políticos colocando en su lugar a ejecutivos que gobiernan y legislan en favor del poder económico. La perversidad del sistema es que, para ejercer un control absoluto del ciudadano y sus derechos, ha mantenido a la clase política y la acción política como apariencias de una realidad regida por el orden económico. Un orden que minimiza los derechos civiles y constitucionales al punto de exigir a los gobiernos que el colapso provocado por las prácticas especulativas, la corrupción y la acumulación sea sufragado por la ciudadanía y dado lugar a una escandalosa rapiña de bienes por parte de los bancos.
En este momento histórico, cabe a la ciudadanía una actuación orientada a recuperar su soberanía, secuestrada por el poder económico, dueño y gestor asimismo de la violencia y de la represión, y reivindicar el ejercicio de la política y al político para devolver al Estado su fortaleza y su función. Un Gobierno de políticos nunca actuaría para «contentar a los mercados», sino para mantener la paz, la seguridad y la felicidad de sus ciudadanos. Un Gobierno de políticos democráticos nunca procuraría cercenar los derechos de expresión y manifestación de los ciudadanos.

martes, 4 de septiembre de 2012

LA TRISTEZA DE LOS NECIOS

Ronaldo exhibe su tristeza

Las declaraciones de Ronaldo, una de las estrellas del fútbol mundial, haciendo pública su tristeza ha desatado un cúmulo de teorías sobre sus razones, la mayoría de ellas emocionales y especulativas, que se propalan por los medios de comunicación y las redes sociales con tanta velocidad como frivolidad. Pero, independientemente de la veracidad o no de dicha tristeza y de las causas o intereses que la provocan, cabe reflexionar sobre el hecho mismo del anuncio.

El domingo 2 de septiembre, tras un partido cuya única trascendencia era la victoria de su equipo, el jugador Ronaldo se mostró abúlico a pesar de marcar dos goles y al final anunció que estaba triste y que «la gente del club» ya sabía por qué. La reacción fue inmediata y, como corresponde a unos medios de comunicación y a una sociedad que se nutren del espectáculo, entró en el ancho cauce de la frivolidad. En primer lugar, cabe considerar que el señor Ronaldo es tan vulnerable a la tristeza o a la angustia existencial como cualquier otro ser humano, pues el alma no atiende a statu social ni a posesiones materiales, aunque la sabiduría popular,  que ha consagrado aquello de que «el dinero no hace a la felicidad», ahora parece rechazar la posibilidad de tristeza a un rico.
Es cierto que la angustia, la depresión y cualquier otra caída del espíritu, del ánimo o de la voluntad constituyen un lujo que la gente corriente no puede permitirse porque, en general, está abocada a la lucha por la supervivencia; una lucha en la que actualmente están comprometidas millones de personas sin trabajo, sin casas, sin sanidad, pero esto no quita que los ricos no puedan estar tristes o ser infelices a pesar de sus fortunas. No se puede aceptar o negar que alguien esté triste, porque la tristeza no es un derecho sino una emoción básica del ser humano. No caben, por tanto, ni el rechazo ni la burla.
Sin embargo, lo que cabe cuestionar es si un rico, y más un rico con una actividad pública, tiene derecho a exhibir su tristeza, cualquiera sea su causa, y convertirla en un espectáculo que deviene, quiera o no, burla social. Esto es inmoral, porque el escándalo no es que Ronaldo esté triste sino la falsa creencia de que su tristeza ha de ser epicentro emocional del mundo; la pretensión de que su tristeza es más grande e importante que la de millones de personas para las cuales satisfacer sus necesidades cotidianas es una lucha ardua y desesperada. El escándalo moral es convertir esta emoción como valor de cambio para obtener prebendas personales, afectivas o económicas, sin consideración ni sensibilidad hacia el sufrimiento y la angustia del prójimo. 
  

lunes, 16 de julio de 2012

EL EXILIO COMO PRIVILEGIO

(Ilustración: Samy)

Tres escritores argentinos - Raúl Argemí, Carlos Salem y Marcelo Luján- asistentes a la Semana Negra de Gijón valoran el exilio como un privilegio. Las causas benéficas que el exilio haya reportado para sus vidas de escritores quizás sean atendibles y ciertas, pero, aún así, ver esta experiencia como un privilegio resulta una peligrosa frivolización que favorece la equivocada  percepción que tienen de ella muchos ciudadanos argentinos que no la sufrieron.

Cuando Raúl Argemí, Carlos Salem y Marcelo Luján afirman que el exilio «les ha permitido mirar el mundo desde una perspectiva más amplia y les ha enriquecido el lenguaje de sus obras», como dice la nota de prensa, están siendo muy sinceros, porque cualquier experiencia, aun las traumáticas, como lo es la del exilio, desarrolla en el ser humano mecanismos que le confieren una mejor comprensión del entorno y, consecuentemente, nuevos recursos y mecanismos de supervivencia. 
Pero este aprendizaje no es un privilegio sino el resultado de una portentosa lucha que se libra en el campo abierto de la sociedad de acogida y en el territorio íntimo de la identidad. El exilio, la emigración, el destierro y toda forma de ostracismo no constituyen una beca para los individuos que son expulsados u obligados a abandonar el país de origen por causas políticas o económicas. El hecho de que el exiliado descubra en su destierro los valores de esa experiencia límite que es la extranjeridad y que luego adopte ésta como una forma de identidad, a través de la cual puede abrazar como compatriotas a gentes de diferentes países y hablar y escribir una lengua con mayor riqueza léxica y sintáctica, no significa que haya sido bendecido por la suerte. Significa simplemente que ha sobrevivido a un trance que pudo costarle la vida.
La idea de privilegio [palabra que quizás ellos no pronunciaron y que sólo sea fruto de un atajo periodístico] ligada al exilio resulta muy negativa, especialmente para los miles de argentinos que han sufrido y, en cierto modo lo sufren. El exilio no es una elección, razón por la cual Marcelo Luján se autoexcluye de la condición de exiliado. El exilio debe considerarse sobre todo como la apelación desesperada del individuo y su familia a salvar la vida. Una salvación que se hace a costa de desviar o quebrar para siempre su biografía personal y abrir una distancia casi insalvable con el lugar y la familia a los que pertenece. Además de este coste, una vez  lograda la salvación y librada con más o menos éxito la lucha por la supervivencia, ese exiliado, aún cuando hayan desaparecido las causas que lo arrojaron fuera del país, sigue pagando el elevado coste personal y económico que le reporta su deseo de restablecer o mantener los vínculos con su familia y su país. 
Pero este aspecto no es visto así por la sociedad de su país o gran parte de ella a causa de mezquindades partidistas o falta de sensibilidad para comprender una experiencia ajena. Es entonces cuando se fraguan los mitos del «exilio de oro» y de la «suerte» o el «privilegio» para eludir la responsabilidad que la sociedad y, sobre todo, el Estado tienen con los ciudadanos que fueron apartados violentamente del cuerpo del país. 
Esto explica que, desde hace más de treinta años, una ley promovida por el recientemente fallecido Eduardo Luis Duhalde y otros defensores de los derechos humanos para compensar a los exiliados, siga durmiendo el sueño de los [in] justos. La paralización de esta ley de indemnización a quienes fueron víctimas del terror de Estado durante los gobiernos del general Perón y de su viuda y de la junta militar que les sucedió se debe principalmente en que gran parte de la sociedad, reitero, considera que tales víctimas «tuvieron suerte» con salvar la vida y acabar viviendo en el «primer mundo». Esta equivocada percepción del exilio y su frivolización, aunque  en el presente caso presumo sin mala intención, permiten al Gobierno argentino eludir la responsabilidad compensatoria y a la sociedad no aceptar la verdadera realidad de otra secuela del terror de Estado.

viernes, 6 de julio de 2012

MEMORIA Y JUSTICIA, FALLO HISTÓRICO EN ARGENTINA

Los ex generales Videla y Bignone y otros genocidas argentinos escuchan la sentencia condenatoria

La Justicia argentina acaba de emitir un fallo histórico contra responsables de la dictadura que sometió el país entre 1976 y 1983. Los ex generales Videla y Bignone y ocho de sus secuaces han sido condenados a penas que oscilan entre los quince y los cincuenta años de prisión por robo de bebés, como parte de un plan sistemático de represión y aniquilación de la oposición política. La sentencia, que se suma a otras a los mismos actores por crímenes de lesa humanidad sienta un importante precedente ético contra la impunidad.

El Tribunal Oral Federal nº 6 de Buenos Aires al hacer efectiva la condena a los principales responsables del robo de niños como parte del «plan general de aniquilación de la subversión», marca un hito histórico importante, no sólo para la justicia del país, sino para la justicia universal en relación a la vigencia de los Derechos Humanos. Argentina al convertirse en el primer país del mundo que ha sido capaz de juzgar a sus propios criminales no sólo contribuye a dar contenido a sus propias instituciones sino que se convierte en referencia para otros países que han sufrido tragedias semejantes y sus gobiernos deben recurrir a tribunales internacionales específicos y de aquellos que, a pesar de su desarrollo democrático, no son capaces de saldar cuentas con su pasado.
El terror de Estado produce en la sociedad una profunda herida en la conciencia ética que abona el territorio de la impunidad, la cual se extiende más allá del período de vigencia efectiva de la represión justificando todo tipo de conductas anómalas y con frecuencia delictivas, uno de cuyos correlatos es la corrupción generalizada en los ámbitos público y privado. Esta degradación moral de la sociedad opera negativamente en los mecanismos domésticos y públicos y afecta gravemente el funcionamiento de las instituciones democráticas dificultando la restauración plena del sistema. Si bien la idea de impunidad se genera en un marco de terror y represión, sobre todo para quienes los ejercen, su fortalecimiento y perdurabilidad se asienta en la creencia de que «el tiempo todo lo cura». Este ha sido el principio de quienes decretaron el fin de la historia y, en consecuencia, la aniquilación de la memoria, para impulsar un vasto proceso de hegemonía mundial basada en el exclusivo y excluyente poder económico.
Las sentencias de la Justicia argentina contra sus propios genocidas, que actuaron como cipayos de ese poder económico e imponer su orden mundial, han sido posibles por la persistente lucha contra el olvido y la impunidad como fórmula para restaurar el orden ético en el país por parte de una minoría social activa y comprometida encabezada por Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y por activistas como Adolfo Pérez Esquivel y otras organizaciones defensoras de los DDHH. Para un gobierno democrático, cuya misión fundamental es proteger a los ciudadanos y cuidar de su felicidad, no es un compromiso sino un deber velar por la vigencia de los Derechos Humanos y apoyar su defensa, lo que significa que, en el caso argentino, sería de una gran mezquindad moral por parte del partido gobernante o de cualquier otro apellidar y capitalizar políticamente los logros y avances de la Justicia en este terreno.
El fallo condenatorio constituye un paso importante en un camino que también debería incluir el procesamiento de los ejecutivos de multinacionales comprometidos con la represión militar, de la jerarquía eclesiástica y de la cúpula sindical y de los miembros del partido Justicialista que participaron activamente en el terror de Estado, desde antes del golpe militar del 24 de marzo de 1976.

martes, 3 de julio de 2012

EXIGENCIA ÉTICA

Pedro Morenés Eulate, ministro de Defensa

Uno de los fundamentos sobre los cuales se asienta la gestión pública es la ética. Sin ésta todo el andamiaje del sistema democrático y de las instituciones que conforman el Estado de derecho queda a expuesto a la acción corruptora de los intereses privados. La vinculación del actual ministro de Defensa español, Pedro Morenés Eulate, con empresas fabricantes de armas pone en entredicho la legitimidad del actual gobierno del PP para seguir en el poder.

Millones de ciudadanos españoles asisten perplejos y desorientados cómo el Estado de bienestar va siendo desmantelado sin que haya una oposición frontal más allá de la retórica de los partidos de la oposición, de los titubeos sindicalistas y las intermitentes acciones del movimiento de los «indignados». El ejercicio de una democracia real no se atisba en el horizonte, mientras la acción política aparece totalmente subordinada a la acción de la economía. El triunfo socialista en Francia apenas si ha logrado modificar el discurso de los tecnócratas europeos que han usurpado los cargos políticos y actúan en beneficio de intereses económicos contrarios a la felicidad de sus pueblos. Esta usurpación constituye una verdadera conculcación de los Derechos Humanos y corrompe los principios  éticos que sostienen el Estado de derecho y salvaguardan el Estado de bienestar.  
Ejemplo flagrante de esta corrupción moral lo constituye la disposición del actual gobierno español de indemnizar con cuarenta millones de euros a Instalanza, S.A., empresa fabricante de armas, o a su sucesora, por la prohibición de fabricar, almacenar y vender bombas de racimo, que el gobierno socialista decretó en 2008 de acuerdo con el Tratado de Dublín de ese año. Además del escándalo que supone la indemnización y su cuantía, se da la ¿casual? circunstancia de que el actual ministro de Defensa, Pedro Morenés Eulate, fue directivo de la empresa en cuestión y su representante hasta poco antes de asumir el cargo, y, sin que parezca suponer ningún choque de intereses, es actual directivo ejecutivo de MBDA, empresa multinacional dedicada a la fabricación de misiles, según informa el diario Cinco días.
La corrupción política -como apunto en mi Diccionario político- es el «uso deshonesto del poder gubernamental con el propósito de obtener un beneficio ilegítimo», fruto de la connivencia de los intereses públicos con los privados, que se manifiesta de muy diversas formas -uso indebido de información privilegiada, el tráfico de influencias, los sobornos, las extorsiones, la malversación de fondos públicos, la prevaricación, el caciquismo, el fraude elector, etc.- con graves consecuencias para la vida ciudadana. La corrupción política no es ajena a las dificultades habidas para extinguir los recientes incendios ocurridos en Valencia y las graves consecuencias para miles de ciudadanos y para la naturaleza de la región. Tampoco es ajena la corrupción política y a la usurpación de los cargos públicos, los recortes a la educación y, sobre todo, a la sanidad, sector donde algunos ministros o secretarios autonómicos aparecen vinculados a grandes empresas sanitarias que se beneficiarían de la privatización de la sanidad pública. 
En otras palabras que la corrupción política, espejo de la corrupción moral de los representantes gubernamentales, «da lugar al mal funcionamiento de los servicios públicos, la mala calidad de vida de los ciudadanos y las prácticas anómalas de la justicia, al mismo tiempo que facilita el tráfico de drogas, el lavado de dinero y otras actividades del crimen organizado». En este sentido ¿puede considerarse ético que se prometa a un magnate modificar leyes de ámbito nacional para favorecer la instalación de su negocio? ¿puede considerarse ético cuando ese negocio es un centro de juego que, como tal, atrae el tráfico de drogas, la prostitución, el turismo sexual, el lavado de dinero, etc.?
Los ciudadanos tenemos ahora la responsabilidad de activar los medios para iniciar una recuperación del orden ético y la restauración de una democracia real cuya acción política esté por encima de la acción económica si queremos defender nuestro bienestar y felicidad.

martes, 5 de junio de 2012

EL ORDEN DE LA IMPUNIDAD


La vulnerabilidad del Estado se pone de manifiesto cuando sus gobiernos ceden a la presión de las fuerzas constrictoras de la política y la legitimidad de las instituciones queda en entredicho. En estas condiciones tales gobiernos renuncian a la prestación de los servicios públicos y la protección de los ciudadanos, quienes deben asumir individual y colectivamente el esfuerzo de mantenerlos.

La reciente ley de amnistía fiscal aprobada por el gobierno español y que legitima el fraude y a los defraudadores es fruto no sólo de la orientación ideológica del partido que lo ocupa, sino de la pérdida de sentido que sufre la clase política acerca de la  razón de existir del Estado.
Desde la primera crisis energética que se produjo a principios de la década de los setenta del siglo XX, el capitalismo aceleró por la vía del pensamiento neoliberal la ocupación del campo político y, a través de una soberbia campaña atacó permanente y sostenidamente el Estado y la acción política. A partir de entonces se sucedieron los golpes de Estado y los de mercado, se incrementó la represión, se instituyeron sangrientas dictaduras, se provocaron guerras localizadas o de baja intensidad, y se orquestó el desprestigio del Estado como gestor del patrimonio público y la consecuente alienación de la clase política, que quedó anulada y desprestigiada ante la indiferencia ciudadana.
Pero para entonces, el desprestigio de la clase política importaba poco a quienes detentan el poder económico porque ya habían ocupado el espacio político y apartado a los ciudadanos del debate de los asuntos políticos, los cuales quedaron supeditados a la acción del gran capital, que se divinizó a través de esa oscura y maligna abstracción que es «el mercado». 
A la violencia represiva, coercitiva o coactiva, se sumó la corrupción que acabó por inficionar el sistema democrático y devaluar las instituciones del Estado hasta el punto de promover leyes que, como la de liberación del suelo o la de amnistía fiscal, favorecían y favorecen los intereses privados en detrimento de los comunitarios presentándolos como factores de progreso. En el vacío dejado por la ausencia de valores éticos y la falacia del fin de la historia, la gran liturgia de la confusión celebra el orden de la impunidad que premia a los delincuentes con la libertad o la ocupación de altos cargos públicos, el blanqueo de grandes sumas de dinero mal habidas -especulación, agio, tráfico de drogas e influencias, etc., entre otras actividades criminales- o la nacionalización de grandes empresas o bancos que, una vez saneados, serán nuevamente privatizados.
Por estos y otros factores, no es cierto que se vaya al desastre si no se siguen las políticas del poder orientadas a desmantelar lo que resta del Estado y despojar a los ciudadanos hasta de sus viviendas. No es cierto que se vaya al desastre si los ciudadanos reaccionan y sanean la clase dirigente, recuperan el protagonismo de la acción política sobre la económica y restauran la legitimidad y la fortaleza del Estado democrático para bien y felicidad de la comunidad. Los ciudadanos han de asumir la parte alícuota de responsabilidad, adoptar conducta más ajustada a los valores éticos y presionar para el cambio en cada ámbito de actuación.

domingo, 20 de mayo de 2012

¡PATRIOTAS!

La tendencia a la creación de grandes bloques económico-políticos a partir de la segunda mitad del siglo XX y el proceso de globalización despertaron los sentimientos nacionalistas y con ellos el de patriotismo provocando una gran tensión en el seno de las sociedades, incluso de las más desarrolladas. Uno de los efectos del devastador colapso del capitalismo neoliberal es el de haber desnudado y dejado sin discurso a los patriotas.

Patria significaba originariamente «tierra donde yacen nuestros padres». Este concepto de fuerte carga emocional fue consagrado por la cultura romana, pero en Occidente, perdió vigencia durante la Edad Media  en el contexto del sistema feudal. Con el Renacimiento y el desarrollo de las monarquías absolutas y más tarde, tras la Revolución francesa, con la configuración del Estado nación el romanticismo burgués-liberal lo cargó de una emotividad vinculada a los sentimientos más primarios de los individuos. De aquí la exaltación de los héroes y los símbolos propios y de la identificación de la nación como un territorio sagrado. 
En este marco, la tradición republicana consideró que la soberanía nacional es un acto de poder que emana del pueblo [de aquí el principio que sustenta el sufragio universal], lo cual fue cuestionado por la corriente liberal proclamando que es una potestad que surge de la nación, con lo cual el sufragio no es un derecho ciudadano sino una función que ejerce quien mejor se identifica con los intereses del Estado y que justificó en su momento el voto censitario y el ejercicio del poder por parte de una elite económico-política.
De este modo, el liberalismo logró armonizar temporalmente dentro del Estado nación la evolución del sistema democrático y tendencia del capitalismo a transformar los territorios nacionales en mercados, y disimular las contradicciones que latían en su discurso. Cuando la tendencia expansiva del capitalismo chocó contra los límites del Estado, el liberalismo se radicalizó promoviendo la debilidad del Estado, marco institucional que los ciudadanos crearon para su protección colectiva, y convertirlo en simple gestor de la libertad, la cual sólo se identifica con la libertad de mercado.
Fruto de esta soberbia campaña de desprestigio y descapitalización del Estado, la economía acabó prevaleciendo sobre la política y, consecuentemente, llevando a los ciudadanos a un total desvalimiento. Esta campaña, que acabó contagiando a toda la clase política, tuvo y tiene como principales valedores precisamente a los sectores más conservadores de la sociedad que son al mismo tiempo quienes se arrogan la condición de patriotas y, como tales, han privatizado los símbolos nacionales para usarlos como armas arrojadizas contra aquellos que no participan de su ideario depredador. Sin embargo, la realidad ha dejado al conservadurismo neoliberal sin discurso. 
Resulta tan dramático como patético ver estos días a Mariano Rajoy y su gobierno tratando de salvar las incongruencias discursivas y de justificar las ocultaciones y falsedades que ellas conllevaban. Fue el líder del PP el que agitó la bandera de la «soberanía nacional» y casi enseguida corrió a Bruselas y luego a Alemania a explicar su política, cosa que podría aceptarse en el marco de la Unión Europea, pero no antes de hacer lo propio ante el Parlamento, donde precisamente reside la soberanía del pueblo español que él dice reivindicar. Él y todos los defensores a ultranza de la libertad de mercado no encuentran las palabras apropiadas para justificar la «nacionalización» de Bankia, ante el fracaso de la gestión privada del que iba a ser el gran banco de su partido, el cual, durante la presidencia de Aznar, emprendió la mayor privatización de empresas públicas de la historia de España. Tampoco encuentra palabras para justificar la desviación del déficit de las comunidades gobernadas por el PP sabiendo que ya no puede seguir echando la culpa a los demás, ni al gobierno Rodríguez Zapatero, ni al Banco de España ni al Central Europeo ni a Grecia. Tampoco parece tener palabras para explicar a la ciudadanía que entregue Goldman Sachs, uno de los causantes del gran colapso de la economía mundial, la verificación de las cuentas de Bankia y acepte que la UE envíe verificadores para comprobar el verdadero estado de las cuentas españolas, porque ya ni los suyos creen en lo que dicen.
Es tanta la desesperación de los patriotas españoles, que después viéndose en la tesitura de nacionalizar empresas privadas en bancarrota, apela al patriotismo encendiendo la hoguera de Gibraltar del mismo modo como, antes de nacionalizar Repsol-YPF, hizo la argentina Cristina Kirshner con las Malvinas, sin considerar que éstas siguen siendo un problema «distinto y distante», como dijo en su momento don Leopoldo Calvo Sotelo.
Mientras el número de desempleados sigue creciendo por encima de los cinco millones, a los que hay que sumar aquellos que no figuran en las estadísticas, pero que existen; mientras los desahucios continúan con absoluto menosprecio del derecho a la vivienda consagrado por la Constitución; mientras no parece haber otro cementerio que la misma sociedad para tanto activo tóxico; mientras millones de jóvenes carecen de una perspectiva de progreso; mientras se desmonta desvergonzadamente el Estado de bienestar; mientras se favorece la picaresca de los empresarios, a quienes no parece bastarles los contratos basuras y exigen semanas gratis de prueba, y la Justicia se muestra inoperante para evitar que los responsables se  retiren con millonarias jubilaciones, cabe preguntarse si no es hora de que los ciudadanos, cada uno en su ámbito de acción, trabajo o profesión, cambien las reglas del juego, cambien las estructuras verticales de los sindicatos y de los partidos, y se convoquen nuevas elecciones para quitar de en medio a tanto patriota. No en vano, Samuel Johnson, escritor inglés del siglo XVIII, afirmó que «el patriotismo es el último refugio de los canallas»

sábado, 5 de mayo de 2012

[SIN] RAZÓN DE ESTADO



La razón de la existencia del Estado surge de la necesidad primaria de los grupos humanos por armonizar su convivencia y asegurar su bienestar. Sin embargo, la clase política parece haber olvidado totalmente este principio fundamental y vaciado de sentido dicha razón provocando el desamparo y la infelicidad de la sociedad.

La consolidación del concepto de Estado como fórmula de convivencia y protección de la comunidad permitió que las tensiones entre los distintos grupos y clases sociales generaran sistemas de gobierno cuya evolución puede identificarse con los progresivos estadios de civilización. En Occidente, el gran salto cualitativo se produce a partir del siglo XVI, cuando el pensamiento racionalista favorece la concepción de un Estado laico y la tolerancia, los derechos humanos y las libertades civiles se convierten en pilares básicos de una sociedad  moderna que prefigura el sistema democrático.
La democracia, que tiene el liberalismo y el capitalismo como mecanismo ideológico-económico, si bien no resuelve la lucha de clases y, por tanto, no alcanza el ideal de justicia social, crea y extiende un espacio de acción política que permite un elevado grado de participación de los miembros de la comunidad dentro del  Estado. Éste se concibe como un conjunto de instituciones y leyes orientado a preservar la paz y la felicidad de los miembros de la comunidad; a regular las actividades humanas para que cumplan el objetivo del bien común, y a prestar los servicios públicos necesarios.
Todo esto significa que el Estado tiene una función y que tal función es gestionada por un gobierno cuya autoridad emana de la soberanía popular y cuyos recursos proceden de los ciudadanos a través de sus impuestos. Ahora bien, cuando una actividad social amenaza la felicidad social y degrada el bien común, es obligación del Estado regular e imponer límites a los excesos de tal actividad. El olvido de este principio básico de la razón de Estado, tanto por parte de la clase política como de gran parte de la ciudadanía, ha dado lugar a  que la acción económica haya usurpado el espacio de la acción política y que el Estado se encuentre sin recursos que le den fuerza y autoridad para cumplir con su función.
La función del Estado es regular los mercados porque la libertad económica está supeditada a la libertad y el bienestar de los ciudadanos y no al revés. La función del Estado es tener el patrimonio de bienes de producción, especialmente de materias y productos estratégicos para su seguridad  -energía, agua, transportes, etc.- y prestar los servicios públicos.
En la gestión de los servicios públicos, por ejemplo, es exigible la eficacia, pero ésta no necesariamente debe vincularse a la rentabilidad económica sino a la prestación misma del servicio. El transporte, el teléfono, la electricidad, el agua potable, la atención hospitalaria, la enseñanza, la recogida de basuras, incluso el banco, no son privilegios de poblaciones en los que puedan ser "rentables" sino derechos ciudadanos, también de aquellos que viven en pueblos pequeños más o menos aislados o alejados de los grandes centros urbanos.
La desregulación de los mercados, la privatización del patrimonio estatal y de los servicios públicos -enseñanza, sanidad, transportes, energía,  etc.- y la malversación de la soberanía es una falacia que ha convertido a los actuales Estados en meros gestores de la economía capitalista y, consecuentemente, en la sin razón de su propia existencia. No es cierto que la gestión privada sea más eficaz y competitiva que la pública, porque en ese caso la justicia mercantil no estaría colapsada a causa de las suspensiones de pago y las quiebras. No es cierto que la gestión privada sea más eficaz y competitiva que la pública, porque en ese caso los bancos no estarían exigiendo a los Estados «inyecciones» de dinero público o las multinacionales privadas su intervención para que las defiendan de actos que entrarían perfectamente en el marco «del libre juego de la oferta y la demanda» que los gurúes neoliberales defienden con tanta pasión.
La ineficacia de un Estado y lo que pone en tela de juicio su propia existencia se pone de manifiesto en su incapacidad para preservar los puestos de trabajo de millones de personas, para mantener la seguridad ciudadana, para defender el derecho a la vivienda de los ciudadanos víctimas de la dictadura bancaria y para cumplir con la parte que le toca en el contrato social. Si un Estado llega a este grado de vulnerabilidad y degradación, la ciudadanía está en su legítimo derecho de retirarle el mandato a sus gobernantes, de dejar de pagar sus impuestos y, si cabe, de refundarlo.

jueves, 19 de abril de 2012

¡ES POLÍTICA, IDIOTAS!


La decisión del Gobierno argentino de recuperar el control de YPF (Yacimientos Petrolíferos Fiscales) ha desatado reacciones tan viscerales como teatrales que impiden un análisis racional y riguroso sobre la medida, su alcance y significación. El hecho sirve además para ejemplificar hasta qué punto la elite política está sujeta a la soberanía de los mercados, aunque su lenguaje sigue atado a un orden emocional que necesita de la exaltación patriótica para justificarse.


En 1922, el viejo caudillo de la Unión Civica Radical, Hipólito Yrigoyen, promovió la creación de YPF con el propósito de contar con una compañía de bandera para la explotación del petróleo y del gas del noroeste del país, que, en esos momentos, monopolizaban la estadounidense Standard Oil y la anglo-holandesa Royal Dutch Shell. Con esta decisión, Yrigoyen no sólo abrió una brecha en la presión que ejercían las multinacionales sobre la economía y los recursos naturales del país, sino que, en el ámbito doméstico, logró acallar el ruido de sables que hacía el sector más nacionalista de las Fuerzas Armadas. ¿Qué había hecho el caudillo radical? Simplemente una maniobra política.
Cinco años más tarde, en 1927, en España fue creada Campsa, que junto a Hispanoil, abrieron el camino al gobierno de Felipe González para la fundación de Repsol. El objetivo era que España tuviera participación en el cada vez más complejo mercado energético mundial. Esta misma complejidad llevó a los socialistas a permitir la entrada a sectores privados en la compañía estatal. ¿Qué había hecho Felipe González? Simplemente una maniobra destinada a defender la parcela política que le corresponde al Estado.
Sin embargo, en 1997, justo un año después de ganar las elecciones y en el momento más álgido de la entronización de los mercados, el gobierno conservador de José María Aznar, presa de la fiebre neoliberal, inició la venta de las empresas estatales, entre ellas Repsol, y el vaciamiento del patrimonio estatal. A partir de ese año, Repsol pasó a manos de un grupo de accionistas privados ajeno a cualquier bandera que no sea la del capital. ¿Qué había hecho el caudillo del Partido Popular? Simplemente una maniobra política de signo económico orientada al desmantelamiento del Estado en beneficio «de los mercados».
Por esa misma época, en Argentina, el peronista Carlos Menem hacía lo propio y vendía todo lo que el Estado argentino tenía hasta convertirlo en una entelequia política en la que sucumbió en 2001 el radical Fernando de la Rúa, cuya denostada figura aún está pendiente de un análisis serio que le devuelva su integridad a ojos de la ciudadanía. En 1999, Menem vendió, entre otras compañías estatales, Aerolíneas Argentinas a Iberia e YPF a Repsol. Es decir, a una compañía que ya no pertenecía a España sino a unos inversores privados. ¿Qué había hecho el caudillo peronista? Simplemente contribuir al desmantelamiento del Estado en beneficio «de los mercados».
Con estos antecedentes ahora cabe entrar en el sentido de la expropiación de Repsol-YPF ordenada por la presidenta Cristina Fernández de Kirshner y en el papel del Gobierno español que preside el conservador [me niego al contrasentido del adjetivo «popular» en este caso] Mariano Rajoy. Tanto Argentina como España, como la mayoría de los países del planeta, no sólo han malvendido sus empresas nacionales sino que al hacerlo han aceptado que el Estado sea mero gestor de los intereses del gran capital. Es decir que sus gobernantes han incumplido el contrato social y vulnerado la soberanía que los legitimaba. De modo que toda manifestación de patrioterismo está fuera de lugar. En Argentina, porque el discurso político está viciado del rancio caudillismo populista, himno, bandera y bombo, y en España, porque el discurso político del Gobierno español está contaminado por el apolillado espíritu de la Contrarreforma.
Independientemente de las cuestionables oportunidad, formas y causas domésticas -inflación, desabastecimiento energético, casos de corrupción en uno de los cuales aparece comprometido el vicepresidente Amado Boudou- como se ha procedido a la expropiación de Repsol, nadie puede sinceramente negar la legitimidad de la medida ¿Qué ha hecho la presidenta Argentina? Simplemente tratar de recuperar mediante un acto político el sentido de existir del Estado y la soberanía malversada de su país. ¿Qué ha hecho el primer ministro español? Simplemente hacer de corifeo de intereses económicos que nada tienen que ver con el Estado español. 
Lo que resulta chocante para muchos, tanto para los patrioteros de uno y otro lado, como para los dirigentes de una clase política que ha naturalizado su subordinación a la soberanía del «mercado», es encontrarse de nuevo con una acción política interfiriendo en la acción económica y no a la inversa. La histeria con que han reaccionado el Gobierno español y la Unión Europea jaleados por una prensa comprometida con los intereses privados se debe a que, a pesar de sus esfuerzos, ya no reconocen la política como protagonista de la vida de los países y de los ciudadanos y con ello arrastran a estos a aceptar resignadamente que sean despojados de su bienestar y de su imaginación. El regreso a la acción política hará que los Estados y con ellos sus ciudadanos recuperen su soberanía dejando sin efecto la perversa jurisdicción de los mercados, los bancos mundiales, los golmandsachs y los efemeís sobre la vida de las personas.


Pino Solanas expone detalladamente el proceso de privatización, argentinización y expropiación de YPF.

lunes, 5 de marzo de 2012

LOS PATRONES DE LA LENGUA

Varias comunidades autónomas, universidades y sindicatos han publicado unas guías o manuales con indicaciones de cómo hay que hablar para no ser sexista. La Real Academia Española ha reaccionado con un informe rechazando tales instrucciones por inviables, pues si se siguen «no se podría hablar».


La toma de conciencia de la injusticia social, dentro de la que cabe el concepto de discriminación, sea racial, sexual o de cualquier otra naturaleza, constituye uno de los elementos más positivos atribuibles al progreso de los sistemas democráticos de gobierno. Las lenguas no son ajenas a esa dinámica en tanto son vehículos de la cultura y la ideología de los hablantes. Es decir, según lo formuló Ferdinand de Saussure, que toda lengua es diacrónica y al mismo tiempo sincrónica. La diacronía es el sustrato histórico de la lengua, a sus cimientos, y la sincronía al habla, a la dinámica de su superficie y que se mueve y modifica de acuerdo a las condiciones y circunstancias de los hablantes. Quienes ignoran estos conceptos tienden a confundirlos y a cometer torpezas y a pretender guiar el habla hacia entelequias absurdas generando una jerga estúpida y absurda, como la que ahora se promueve desde ciertos estamentos sociales e institucionales. Es ¿comprensible? que funcionarios o sindicalistas puedan caer en esta trampa ideológica porque son profanos en la materia y los mueve el deseo de alcanzar un ideal, pero sin duda es incomprensible que profesores universitarios allegados al campo lingüístico y filológico den cobertura intelectual al disparate de interpretar el genérico como una especie de capricho normativo «no democrático».
Es cierto que la lengua castellana tiene un elevado componente sexista, también violento, racista, homófobo, etc., pero su modificación no depende de buenas instrucciones normativas sino de la evolución ideológica de la sociedad, cuya habla irá asumiendo las nuevas condiciones de la relación entre los individuos [¿o he de decir aquí «y de las individuas» para no ser sexista?]. e incorporándolas al sustrato histórico de la lengua si tales condiciones se internalizan y consolidan en una nueva cultura. La «visibilidad de la mujer» en el lenguaje ni su emancipación social se verificarán, como tampoco se reducirá la violencia machista, porque se diga «personas becarias» en lugar de «becarios», «maestros y maestras» en lugar de «los maestros», etc., porque en la realidad tampoco el niño se siente menoscabado en su varonía al incluírselo en «la niñez» o el ciudadano varón por formar parte de «la ciudadanía», ni tampoco el «futbolista» pide que le llame «futbolisto».
Está claro que quienes impulsan estas absurdas campañas no se fundamentan en estos conceptos básicos de la lengua, sino en un buenismo simplista barnizado de progresismo que, paradójicamente nace en el principio conservador de la «corrección política». Una corrección vinculada al «pensamiento único» cuyo propósito es la creación de una realidad enajenada. La razón instrumental de la que hablaban los filósofos de la Escuela de Frankfurt aplicada por quienes controlan el poder a las ciencias sociales, los medios de comunicación y la publicidad les ha permitido fraguar un discurso alienante que, en su fase actual, ha hecho del eufemismo y la torpeza léxica su principal herramienta de trastorno semántico de las palabras y, consecuentemente, de la realidad e identidad de los individuos. Pretender cambiar la cultura y los hábitos sociales escribiendo manuales de habla es tan torpe y absurdo como querer empezar una casa por el tejado y no por sus fundamentos. 

jueves, 23 de febrero de 2012

TRAGEDIA EN BUENOS AIRES


Un convoy con casi dos mil pasajeros a bordo se estrella en Once, una de las grandes estaciones ferroviarias de Buenos Aires y deja más de cincuenta muertos y seiscientos heridos. Se trata de la mayor tragedia de trenes en los últimos treinta años en Argentina, pero el séptimo en el último año, con un saldo de veintitrés víctimas mortales y cerca de trescientos heridos en 2011. 

Ante la magnitud del accidente y de la serie que le precedió cabe preguntarse si es posible hablar de «accidentalidad» o de responsabilidad. Y en este caso, si la responsabilidad es sólo atribuible a la Administración o también a la ciudadanía que, como tal y a través del voto, consciente la corrupción y un estado de cosas que apenas oculta el brillo verde del dólar o de la soja.
La reiteración de los accidentes y el pésimo estado del  transporte público de Argentina, cuya red ferroviaria fue desmantelada en tiempos del presidente Menem, beneficiando así a la mafia sindical que controla el transporte por carretera, y gran parte de lo que quedó de ella, principalmente en el radio urbano de la megacapital argentina, fue privatizada, indica que algo de fondo está fallando en su gestión. 
La realidad indica que el beneficio económico y la desidia han acabado formando una mezcla altamente corrosiva que pone en peligro la vida de miles de personas mientras la responsabilidad de la clase política se escuda detrás de un discurso demagógico y unas políticas que tienden a mantener el statu quo social, donde prevalece la marginación susbsidiada y la apariencia de un progreso que sólo es la costra de una riqueza clandestina concentrada en pocas manos.
Desde este punto de vista ¿qué sentido tiene declarar dos días de luto? ¿devolverán estos dos días de duelo la vida a las víctimas? ¿serán suficientes las palabras y los lugares comunes para consolar a los deudos? Y lo que es más importante, este nuevo dolor que vive la sociedad argentina ¿moverá a quienes se saben responsables de la tragedia a asumir su responsabilidad? ¿a corregir sus errores? ¿a rescindir su contrato social y devolver a  eso que ellos llaman «pueblo» la representatividad que han contaminado con el caudillismo, sus ambiciones personales y partidistas? ¿y la sociedad argentina seguirá comportándose como una masa ofuscada por el mito sin apelar a la práctica de la civilidad que le daría a ella un mayor bienestar y justicia, y un mejor destino al país? 

domingo, 5 de febrero de 2012

PALABRAS ZOMBIES


El proceso de globalización desarrollado bajo el impulso del neoliberalismo no sólo ha trastocado las fronteras que definían el mapa internacional sino también el sentido de palabras y conceptos sobre los que se fundaba el orden social y moral de la modernidad. Si bien tales palabras y conceptos permanecen en el discurso político  ya constituyen cadáveres del lenguaje.

En el capítulo cuarenta y nueve de la Edda Menor se cuenta la historia de una cruenta batalla que no cesará hasta el «crepúsculo de los dioses», pues los guerreros que mueren al atardecer son los que combaten al día siguiente. Como esos guerreros muertos que siguen combatiendo cada día en una batalla interminable, muchas palabras se siguen utilizando aunque ya han perdido sus vidas. El sociólogo alemán Ulrich Beck en su libro La invención de lo político las llama zombies, muertos vivientes según el sincretismo animista del vudú
Por un lado la globalización impulsada por el capitalismo neoliberal y por otro las políticas perversas de control  y represión social generadas durante la Guerra Fría e intensificadas tras los atentados del 11-S han sembrado de minas el campo semántico del lenguaje creando, con la inestimable colaboración de la clase política y de los medios de comunicación, una profunda inestabilidad y confusión en el sentido de las palabras. Desde  esta perspectiva, vocablos o conceptos como Estado, nación, soberanía, familia, empleo, tortura, etc., aparecen vaciados de contenido porque ya no dicen lo que se supone que dicen porque sus límites semánticos han sido relativizados y se han tornado difusos. 
El Estado, y concretamente el Estado-nación, ya no define el marco en el que determinada comunidad encuentra su identidad y, en consecuencia, la tradición, la historia, la cultura y los usos propios, sino un espacio menor subsumido por otro mayor que puede ser, institucionalmente, el Estado transnacional, pero sobre todo por el poder económico que ha reducido su jurisdicción política y vulnerado su soberanía en favor del mercado. Así, la palabra soberanía -nacional o popular- también ha sido vaciada de contenido porque los parlamentos nacionales ya no legislan a partir del mandato sus ciudadanos locales, sino a partir de un poder supranacional.
Tampoco la voz empleo tiene el mismo sentido que tenía, pues tenerlo ya no significa trabajar en un marco más o menos protegido, sino en otro condicionado por la inseguridad, la flexibilidad, la precariedad, etc., términos que alejan al trabajador cada día más de los beneficios logrados tras duras batallas sociales de la clase trabajadora. Así, la jornada de ocho horas, por ejemplo, ya sólo es un esqueleto conceptual superado por la realidad de las horas extras gratuitas, y no siempre requeridas, implementadas por el temor a perder el puesto de trabajo si no se hacen. ¿Y qué decir de la familia, concepto superado por la realidad y al que se quiere, en este caso, acotar a valores tradicionales conservadores? Igualmente la palabra tortura, acaso una de las voces conceptualmente más claras, se ha visto sometida a un ataque de relativización a su precisión, como se desprende de los manuales de la CIA y del discurso de la Administración estadounidense, haciéndola aparece como una voz indefinida equiparable a abuso, exceso, apremio, secuestrando así la imaginación del individuo, como diría Irene Lozano. 
Este desplazamiento del campo semántico de muchas palabras constituye acaso uno de los mayores dramas que vive la humanidad en el presente, porque siembra la confusión y el ruido,  y clausura el entendimiento y dificulta la convivencia entre los seres humanos.

sábado, 14 de enero de 2012

DEL [MAL] USO DEL DERECHO A LA LIBERTAD


Mentiroso. Aquí el que manda es el banco
Desde que el 10 de diciembre de 1948 la ONU proclamara la Declaración Universal de los Derechos Humanos, las nociones de la dignidad humana y de la libertad de los individuos se han extendido en el imaginario de los pueblos creando el marco ideológico propicio para su respeto. Sin embargo, paralelamente, la instrumentalización interesada de algunos de esos derechos ha propiciado un vaciamiento significativo de tales nociones y una consecuente degradación de la vida social.

Una de las cuestiones fundamentales que se plantean está en el uso defectuoso que se hace del derecho a la libertad -de opinión, de expresión, de mercado, por ejemplo- con el propósito de servir a intereses espurios vinculados al poder, principalmente económico. Reflejos de esta utilización perversa del derecho a la libertad en cualquiera de sus manifestaciones se observan en los medios de comunicación, agencias de publicidad, partidos políticos, centros de poder económico, etc., pero también en los ciudadanos que se inhiben de toda participación en los asuntos públicos. 
El origen de esta deriva que parece conducir a los pueblos hacia su propia destrucción está en la progresiva hegemonía del concepto liberal del derecho a la libertad, según el cual éste es natural y por tanto anterior al individuo, sobre el concepto republicano del mismo, que interpreta que el derecho nace de las leyes. Si se interpreta que la libertad es un derecho natural del individuo nada debe oponerse a él y, consecuentemente, es legítimo que haga lo que quiera hasta que tope con otro que, en libre competencia, se lo impida hacerlo. Este principio natural, para el que no valen las leyes, es el que inspira el liberalismo que aboga por la desaparición del Estado y con él el tácito contrato social por el que la ciudadanía le confiere la soberanía, es decir, su legitimidad. Este principio natural inspira también a los medios de comunicación, agencias y ciudadanos que hacen uso de la libertad de expresión o de opinión convencidos de que este derecho los autoriza a decir lo que quieran.
Una de las creaciones de la civilización humana ha sido el Estado como un constructo que -independientemente de sus degeneraciones- tiene la función de proteger y velar por la seguridad, el bienestar y la felicidad de los ciudadanos. La libertad de expresión está delimitada por las leyes que emanan de las instituciones de este Estado, pero aun así exige, sobre todo a aquellos que, por su posición social, su cargo o su oficio, gozan de cierta relevancia, una conducta ética y responsable como para saber que opinión no equivale a verdad absoluta que debe ser impuesta a golpe de grito y que, si no está lo suficientemente preparado para debatir determinados asuntos, ha de abstenerse de hacerlo en un medio de comunicación u otro medio público capaz de influir. No es lo mismo que un ciudadano opine entre amigos a que lo haga un funcionario, un intelectual o cualquiera que esté investido de cierta autoridad y dotado de influencia.
La libertad de mercado también está delimitada por las leyes -o debería estarlo- porque en la medida que el ámbito del juego político cede poder al económico y los tecnócratas, ejecutivos, directivos de marketing, etc., sustituyen a la clase política, el debate sobre el interés del bien común desaparece en favor del interés económico monopolizado por unos pocos, y en esta situación el ciudadano es excluido de la batalla política, en cuyo campo puede hacer una clase política anoréxica y vulnerable a la corrupción.
El hecho de que las agencias de valores hagan temblar a los Estados aparece como algo difícil de comprender para los ciudadanos, quienes contemplan atónitos cómo la soberanía de los mismos ha sido secuestrada y el poder económico -representado por los bancos, entidades financieras y compañías multinacionales- se regodean ante su inminente triunfo. Un triunfo inevitable a menos que los trabajadores -desde obreros hasta policías- pierdan su miedo a la libertad y actúen cambiando por dentro los partidos políticos, refundando sus sindicatos aburguesados y ocupando las fábricas, supermercados, hospitales y otros centros de trabajo para cortar la sangría de la que son víctimas.

LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD

El confinamiento obligado por la pandemia que azota al mundo obliga más que nunca a apelar a la responsabilidad. Los medios de comunicación...