Hace tiempo vi cómo un soldado, no importa la nacionalidad, disparaba contra un hombre parapetado detrás de una pared. Había miedo y desesperación en este hombre, pero no por las balas que silbaban y arrancaban nubecitas marrones de barro cocido de la pared, sino por su hijo que había quedado aislado a pocos metros de él.
Hace unos días vi cómo en un tren un tipo, aún en los albañares de la humanidad, insultaba y golpeaba a una chica, tampoco importa la nacionalidad, ante otro muchacho paralizado por la violencia de la escena.
En ambos casos, la cámara se convertía en nuestra mirada distante, impotente, pero no inocente. En ambos casos la impotencia nos revolvía las tripas, nos estrujaba el corazón y provocaba un vómito de palabras. Verborrea bienpensante regurgitada por una mirada ajena, la del ojo que ve por nosotros en el campo de batalla, en un tren, en la puerta de una discoteca.
Hace unos días vi cómo en un tren un tipo, aún en los albañares de la humanidad, insultaba y golpeaba a una chica, tampoco importa la nacionalidad, ante otro muchacho paralizado por la violencia de la escena.
En ambos casos, la cámara se convertía en nuestra mirada distante, impotente, pero no inocente. En ambos casos la impotencia nos revolvía las tripas, nos estrujaba el corazón y provocaba un vómito de palabras. Verborrea bienpensante regurgitada por una mirada ajena, la del ojo que ve por nosotros en el campo de batalla, en un tren, en la puerta de una discoteca.