Concluida la visita de casi dos meses a Argentina y aún bajo los efectos de una intensa experiencia emocional que no pretendo ocultar, apunto algunas impresiones que sintetizan, desde el punto de vista del «argentino accidental», los trazos de un paisaje social escindido entre la virtualidad televisiva y política y la realidad.
La primera impresión es que la sociedad argentina es esencialmente pasional y todo, o casi todo, lo somete al veredicto de las vísceras -las tripas, el corazón- antes que al de la razón. Esta particularidad es el principal alimento de una clase dirigente -política, deportiva, empresarial, sindical- que ha sido incapaz de establecer vínculos naturales entre la ciudadanía y las instituciones de gobierno, con el agravante de los tics autoritarios dejados por décadas de hegemonía militar. Esto explica el cinismo socarrón, la prepotencia gubernamental, el poder de las mafias sindicales, el renacimiento del poder de la oligarquía agropecuaria y el activismo lumpen, que llega al extremo de cortar autopistas para reclamar al gobierno ¡diez mil pollos para festejar la Navidad!
Desde la atalaya europea se ve Argentina como un país caótico y violento, donde se comete un crimen cada minuto y tanto éstos como los accidentes son utilizados por los grupos políticos para combatirse. Sin embargo, allí, y sobre todo en el interior, los viajeros se encuentran con un país tranquilo, de gentes amables y hospitalarias, cualquiera sea su condición social o su situación económica; se encuentran con sectores obreros empeñados en romper la verticalidad de las organizaciones sindicales tradicionales y grupos que buscan la integración efectiva de los marginados en el espacio productivo. El «pero» de este loable esfuerzo es que está lastrado por el voluntarismo -pasión, visceralidad- y que no responde a un proyecto político racional despojado del todo del farfullo populista o sesentista. Aún así, esta es la parte de la sociedad argentina llamada a cambiar el país y a devolverle al pueblo su componente ciudadano. Quiero decir, su civilidad, su conciencia de responsabilidad en la elección de representantes idóneos para la gestión de la res pública y la lucha contra la barbarie.