En vísperas de Navidad de 2009, grupos de piqueteros argentinos cortaban la autopista de Buenos Aires al aeropuerto internacional de Ezeiza y otros se concentraban frente a supermercados de la capital pidiendo diez mil pollos y bolsones de comida para tener una «Navidad feliz». Lo que surgió como un movimiento de resistencia de desocupados frente a las políticas ultraliberales implementadas por el FMI se convirtió con el tiempo en una fuerza de choque de los políticos populistas, quienes la financian con subsidios generales y prebendas a sus fieles «dirigentes». En estos grupos de desocupados crónicos, se ha instalado la cultura del subsidio y la obligatoriedad del Gobierno y de la sociedad de alimentarlos y mantenerlos bajo amenaza de cortar autopistas, saquear supermercados, atacar el Congreso e invadir el centro de las ciudades armados de palos y abanderados con la enseña nacional. Para los piqueteros argentinos, la cultura de la gratuidad es algo legítimo y natural en tanto ellos son el verdadero pueblo y como tal tiene el derecho a la alimentación y a la vivienda. No hablan del derecho al trabajo y por la sencilla razón de que ya cobran un subsidio para que sigan desocupados y permanezcan «en lucha» renuncian a ejercerlo.
Pero la cultura de la gratuidad no es patrimonio exclusivo de los piqueteros argentinos, sino también de un gran sector social de los países desarrollados que a la sombra de internet creen que todo lo que aparezca en la red es suyo. Desde el estudiante que corta y pega información en un trabajo práctico y lo presenta como propio hasta el que descarga música, películas y libros en nombre de derechos fundamentales como el derecho a la información. Como en el caso de los piqueteros que piden pollos para comer en Navidad, los que reclaman contenidos gratuitos parten del falaz argumento de que todo lo que aparezca en la red es de dominio público fomentado por las grandes plataformas, cuyo negocio consiste en el flujo de datos cualquiera sea el contenido de los mismos. De aquí que dé lo mismo transferir música o promover cadenas de mails para ayudar a un supuesto niño perdido o enfermo. Este es el negocio.
El fomento de la idea de gratuidad es el subsidio que las plataformas dan a los internautas para que sigan desocupados y permanezcan «en lucha», sin pensar en que esa gratuidad conculca derechos fundamentales de millones de trabajadores, para quienes la creación de contenidos artísticos es su medio de vida. Atentar contra los derechos de autor que genera la propiedad intelectual es conculcar un derecho fundamental del trabajador, como es el de percibir una remuneración por su trabajo. En el marco del actual sistema económico, la gratuidad de los productos culturales no existe, pues tales productos tienen un coste que ha de ser satisfecho. Esto no invalida que haya individuos o grupos que decidan ceder esos derechos o exponer gratuitamente sus obras en la red o en cualquier otro lugar. Están también en su derecho hacerlo, pero no lo están al querer imponer una decisión particular al resto de los trabajadores culturales, autores de contenidos o criadores de pollos.
Imagen: Olga Lucía Aldana