Parafraseando el título de la ácida película de Elio Petri, La classe operaia va in Paradiso (1971), podemos tener una visión desalentadora del futuro de la clase trabajadora. Pero ¿cabe hablar de clase obrera en la primera década del siglo XXI? Atenazada por sus propias contradicciones y el sueño de cada trabajador de no serlo algún día, esta clase ha sucumbido a las tentaciones pequeño burguesas y al consumismo para terminar confundiendo el Paraíso con el Infierno.
La jornada de ocho horas, cuyo logro costó la vida a muchos trabajadores, entre ellos a los célebres Sacco y Vanzetti, parece tener contados los minutos ante la pasividad de los sindicatos. Unas organizaciones que hace tiempo olvidaron su verdadero papel como defensoras de los derechos fundamentales del individuo, para ocuparse de transigir con el capital, el cual seguía su escalada acumulativa en detrimento del bienestar de los individuos y de los pueblos. En este sentido, esos sindicatos también olvidaron (olvidan) el principio básico de solidaridad internacional permitiendo que los trabajadores de los países pobres fueran indignamente explotados; ignoraron que negándoles ayuda para organizarse y defender sus derechos y salarios también ponían en peligro el bienestar de los obreros de los países industrializados a que pertenecían.
El resultado de esta dejación de la responsabilidad solidaria ha dado lugar a que los trabajadores de los países pobres se movieran hacia ese Paraíso artificial de los ricos, donde sus iguales los ven como amenaza y favorecen con su silencio o su pasividad leyes que conculcan tantos derechos humanos como los que contiene la Declaración de la ONU.
Mientras el gran capital se globalizaba alegando la libertad de mercado como piedra angular de la libertad, los sindicatos se miraban sus ombligos provincianos. Es por esto que ahora parece «normal» que la UE pida la jornada de doce horas y que miles de inmigrantes sean tratados como delincuentes, impedidos de entrar a un país donde pueden comer y expulsados sin miramientos. Ante esta inmoralidad sólo cabe una certeza: el obrero vale menos que el objeto que produce. Hay libre circulación de mercancías, pero no de personas, a pesar de que ésta es un derecho humano fundamental registrado por la Carta de las Naciones Unidas. Por este camino, la clase obrera no irá nunca al Paraíso. [Imagen: Sacco e Vanzetti, de Ben Shahn]