El diccionario de la RAE define la indiferencia como «el estado de ánimo en que no se siente inclinación ni repugnancia hacia una persona, objeto o negocio determinado». Dicho estado de ánimo parece haberse extendido sobre la sociedad moderna hasta sumir a los individuos en un profundo autismo autodestructivo.
Según algunos pensadores, los regímenes ultraconservadores de Thatcher en el Reino Unido y Reagan en EE.UU. sentaron las bases de la indiferencia como sistema de dominio social. Pero si bien estos gobiernos, con la bendición pontificia de Juan Pablo II adormecieron la conciencia social convirtiendo al individuo en un ser timorato y egoísta sometido a la corrección política, el proceso que ha llevado a la indiferencia a la categoría de régimen «totalitario», en palabras de Josep Ramoneda en su libro Contra la indiferencia, arranca desde mucho más atrás, en la segunda posguerra mundial, valiéndose de las armas del consumo y del terror. La industrialización de ambos conceptos ha desembocado en la generación de individuos atemorizados que consumen compulsivamente para calmar las pulsiones humanas de sus conciencias.
Indiferencia es asistir con naturalidad a los brotes de racismo, a la exacerbación de los nacionalismos, a la escandalosa especulación con los alimentos y a la depredación de la naturaleza; creer que el terror de ETA o Al-Qaeda es más importante que, por ejemplo, los contratos basura, el hambre, la pobreza y la indefensión de millones de personas en el mundo. Indiferencia es vitorear a un líder religioso que ha amparado bajo su solio a delincuentes morales o votar para las altas responsabilidades de gobierno a políticos corruptos. La indiferencia es esa forma de inacción que permite que el mal anule la voluntad que mueve el mundo e ilumina la justicia.