Uno de los objetivos del arte es reproducir la realidad en sus más diversas dimensiones. No sólo aquello que se ve sino aquello que la intuición del artista puede percibir cuando atraviesa los sentidos; cuando supera el escudo de lo evidente y penetra en las sombras y el silencio que conforman el tejido y la estructura de la realidad. La obra artística es la recreación de lo entrevisto en ese viaje de exploración que emprende el artista -poeta, pintor, escultor, músico- siguiendo los caminos del mundo, del universo o de la condición humana.
El arte resulta así el impulso vital del deseo de conocer propio del ser humano. Es el impulso primario e irreprimible que llevó a Eva a probar el fruto del árbol prohibido. El Árbol de la Ciencia, del Bien y del Mal. ¿Cómo no preguntarse entonces si el arte y la ciencia eran una misma obsesión en el origen?
Son incontables los modos y recursos que el ser humano ha adoptado para conocer. Desde el temblor místico del cazador que dibuja el bisonte en la pared de una cueva hasta el gesto preciso del astrónomo que alza el telescopio a la noche cósmica; desde el poeta que escribe un verso oído en el abismo hasta el físico que intuye la mecánica celeste o una fórmula, E=mc2, por ejemplo, que abre una ventana en el tiempo y el espacio.
Cris Orfescu, un artista y científico rumano emigrado a EE.UU., propone ahora una nueva vía artística a la que llama NanoArt. El microscopio electrónico y los más avanzados recursos tecnológicos sustituyen aquí al pincel o al buril, pero la vieja inquietud por conocer es la misma. «El NanoArt puede ser para el siglo XXI lo que la fotografía fue para el XX», dice Orfescu. Las pinturas y esculturas micromoleculares nos hacen visibles los ignotos paisajes interiores de la materia. [Imagen: Molécula de cloruro de cesio, Antonia Denkova]