Es frecuente oír a muchos lectores que las novelas, los relatos o los poemas deben ser escritos para que ellos los entiendan. También no pocos escritores dicen escribir pensando en el lector, pues de éste depende su éxito.
En la relación entre el escritor y el lector existe sin duda una confusión que afecta a la naturaleza de la obra y que está fundada en factores económicos que definen tendencias y modas literarias para generar un consumidor de libros antes que un lector.
El lector-consumidor, cuyos gustos y preferencias estéticos son influidos poderosamente por las políticas comerciales de la industria editorial, llega a convencerse de que está en su derecho como cliente de exigir que se escriban libros entretenidos con historias que él entienda. Productos que desde hace años vengo catalogando con la etiqueta fast book.
Esta exigencia del lector-consumidor es lícita mientras se mantiene en los márgenes de novelas, relatos y hasta libros de poemas que podrían ser escritos con plantillas y que carecen de pretención artística alguna. Sin embargo, el escritor que asume su trabajo de creación movido por una vocación superior escribe –debe hacerlo- ignorando instrucciones editoriales y gustos de lectores, porque su obra es –ha de ser- el resultado de una exploración honesta de la realidad del mundo y del alma humana sustentada en el ejercicio de su libertad.
Es obvio que se escribe para comunicar, pero la comprensión de una obra artística genuina no debe resultar de una concesión al público lector, sino del grado de conocimientos -experiencia, cultura, sensibilidad- del lector ante ella. Si bien esta obra ha de ser trasunto del espíritu de la época en que ha sido concebida, su contenido está dirigido a una masa anónima de lectores contemporáneos y también futuros. El artista no escribe para entretener o agradar al lector, a menos que su vanidad lo pierda, sino para revelar ese fragmento de verdad que cree haber entrevisto y que considera necesario transmitir más allá de su propio lugar y de su propio tiempo. Más allá de su yo.
Los códigos necesarios para leer e interpretar esta obra no son secretos ni tampoco han de ser perecederos. Ningún artista concibe una obra hermética por capricho, sino determinado por el misterio de su visión. Por fidelidad al relato de esta visión, el escritor, que no puede conceder a nadie coartadas que lo desvirtúen, apela a fórmulas no venales de expresión y al carácter sincrónico de la lengua. Por esto el lector, de cualquier época o lugar, está obligado para descifrar la obra a tener conocimientos y sensibilidad suficientes para pensar en libertad y para identificarse con la experiencia creadora del artista. Hemos de pensar que la obra artística no es la espuma de las olas, ni tampoco las olas, sino el mar que provoca ambas.