En principio, si bien en democracia todos tenemos derecho a preguntar, cuando se trata de preguntas que afectan a las instituciones o a la conformación del Estado hay que hacerlas a través de los cauces establecidos por la Constitución. No hay otro camino, salvo que se trate de política de baja altura o de crear el clima propicio para salidas violentas.
Hay que considerar que en una democracia, los ciudadanos ceden parte de su soberanía a sus representantes, lo que significa que son éstos -los diputados- y no ellos quienes tienen que formular las preguntas o tomar decisiones en el Parlamento. No estamos en un estado asambleario sino parlamentario y por lo tanto no se pueden celebrar referendos ni movilizar a los ciudadanos a la ligera, como ha venido sucediendo en los últimos años en España.
Si el Parlamento autonómico catalán y el nacional –los legítimos representantes de los ciudadanos- aprobaron un nuevo Estatuto de autonomía, la pregunta no es si los catalanes quieren ser independientes (¿de qué?), sino por qué se cuestiona la validez de tal Estatuto sometiéndolo a la decisión de unos jueces por iniciativa de un partido (PP). Ante la evidente respuesta, los partidos políticos de Cataluña –todos- en lugar de hacer folklore independentista (o anti-independentista) podrían convocar una manifestación ciudadana que haga visible, por si alguien tiene dudas, el apoyo del pueblo catalán al Estatuto aprobado por sus representantes parlamentarios y refrendado por el Parlamento nacional. Por su parte, los jueces del Constitucional tienen la obligación y la responsabilidad de resolver con celeridad la cuestión que se les planteó por miopía y mezquindad política reconociendo no el Estatuto sino la soberanía del Parlamento.