El 24 de abril se cumplieron dieciocho años de la instalación del Hubble en el espacio exterior. Desde aquel día de 1990, los habitantes de la Tierra tienen una ventana abierta al Universo. Desde allí, a través del ojo del gran telescopio cósmico, es posible mirar a millones de años luz y ver la inefable danza de las estrellas; la silueta de planetas extrasolares; los abismos de la materia; las venas gaseosas del cosmos; la estela de los cometas y las vertiginosas espirales de las galaxias que, como fuegos de artificio, parecen precipitarse con lentitud extrema hacia el interior de esa luz que intuimos en algún lugar de nuestras almas. Una sensación que Zenon de Elea formuló mejor cuando aseguró que Aquiles no alcanzaría a la tortuga, en la célebre paradoja que a medias refutó Bertrand Russell.
En esta radical instancia sentimos la poderosa atracción de ese secreto que nos concierne y que, con irrenunciable empeño, el ser humano persigue desde que el homínido se irguió sobre sus extremidades inferiores y atisbó el horizonte. Mucho ha caminado desde entonces en pos de esa inalcanzable línea que ahora miramos a través del Hubble en los confines del Universo. Y, mientras avizoramos ese horizonte, como las dos pulgas del chiste, seguimos preguntándonos con entrañable candidez «¿habrá vida en otros perros?». [Imagen Heritage Hubbel]