
De esta suerte de omisión oficial son partícipes las sociedades de acogida del ámbito castellano parlamente, donde autoridades y ciudadanos naturales siguen llamando inmigrante a quien ya es inmigrado. Así, acaso de un modo inconsciente, la comunidad señala de un modo indeleble al recién llegado como elemento extraño al medio; como alguien que no es natural del país. En el imaginario social, el inmigrante participa así de un estatuto de provisionalidad civil que permite al nativo cuestionar o restarle naturalmente los derechos administrativos y políticos a que es acreedor como ciudadano del país.
La denominación de inmigrante se aplica a los inmigrados de escasa o nula cualificación laboral, que se sitúan en las capas sociales más bajas o desprotegidas, no así, o en menor medida, a aquellos que están políticamente integrados y mejor situados económicamente, aunque pertenezcan a un colectivo aún no asimilado a la sociedad de acogida.
La visión del inmigrado, que se prolonga a sus hijos y nietos, como algo permanentemente ajeno y potencialmente peligroso alimenta los discursos xenófobos que vinculan la inmigración con la delincuencia o como una amenaza para las esencias nacionales, culturales, políticas. Estos portavoces integristas exigen a los inmigrados contratos de aceptación de las costumbres, cultura y política nativas; ignoran que cualquier ciudadano de un país, por el mero hecho de serlo, debe aceptar sus leyes, las cuales, en los países democráticos, velan por el bienestar y la dignidad de las personas. Es decir, que la aceptación del inmigrado a las leyes del país, lejos de implicar sometimiento y resignación de la propia identidad cultural, supone reconocimiento del marco legal del país de acogida. Un país democrático se define por su capacidad para aceptar al otro, en su falta de temor en reconocerse en la diversidad. [Imagen: Fiesta intercultural -Andalucía Acoge]
La denominación de inmigrante se aplica a los inmigrados de escasa o nula cualificación laboral, que se sitúan en las capas sociales más bajas o desprotegidas, no así, o en menor medida, a aquellos que están políticamente integrados y mejor situados económicamente, aunque pertenezcan a un colectivo aún no asimilado a la sociedad de acogida.
La visión del inmigrado, que se prolonga a sus hijos y nietos, como algo permanentemente ajeno y potencialmente peligroso alimenta los discursos xenófobos que vinculan la inmigración con la delincuencia o como una amenaza para las esencias nacionales, culturales, políticas. Estos portavoces integristas exigen a los inmigrados contratos de aceptación de las costumbres, cultura y política nativas; ignoran que cualquier ciudadano de un país, por el mero hecho de serlo, debe aceptar sus leyes, las cuales, en los países democráticos, velan por el bienestar y la dignidad de las personas. Es decir, que la aceptación del inmigrado a las leyes del país, lejos de implicar sometimiento y resignación de la propia identidad cultural, supone reconocimiento del marco legal del país de acogida. Un país democrático se define por su capacidad para aceptar al otro, en su falta de temor en reconocerse en la diversidad. [Imagen: Fiesta intercultural -Andalucía Acoge]