Hace tiempo que el presidente Rodríguez Zapatero ha demostrado que no es un bambi. Muchos confunden afabilidad con blandura y él es afable, pero no blando. El hecho mismo de haber alcanzado la secretaría general del PSOE, en un momento en que la disputaban los principales barones del partido, denota su disposición al diálogo y su capacidad para alcanzar acuerdos.
La forma como ha resistido los ataques, las maldades y los infundios de la oposición de los populares para llevar a cabo un programa de gobierno -en muchos aspectos excepcional-, demuestra asimismo que es una persona de gran fortaleza mental y de sólidas convicciones políticas e ideológicas.
Sin embargo, en el primer encuentro del debate televisado, el presidente Rodríguez Zapatero respondió, para muchos débilmente, cuando el otro traspasó los límites del insulto [ya lo había hecho llamándole mentiroso, cuando la realidad demuestra lo contrario, que la mentira es patrimonio de la cúpula de su partido] para entrar en territorio de la bajeza moral acusándole de «agredir a las víctimas» del terrorismo. La perplejidad del presidente Rodríguez Zapatero al oír esto fue todo un alegato contra la infamia.
¿Cómo es posible que una persona que pretenda gobernar los destinos de un país pueda acusar a otra de tal cosa a sabiendas de que es un infundio? Me atrevería a decir que, en ese preciso momento, si alguien tenía dudas acerca de la calaña de los dirigentes del Partido Popular, las despejó de inmediato. Poco importó entonces que el candidato derechista hubiese llevado la iniciativa dialéctica, porque finalmente se había estrellado con la autoridad moral de un hombre pacífico y noble. Un hombre en el que se puede confiar.