La policía autonómica de Cataluña, con el pretexto de proteger a las brigadas de limpieza y de evitar que la acampada de los M-15 coincidiera con los hinchas del FCBarcelona, actuaron sin contemplaciones a golpes de porra y balas de goma. ¿Puede el resto de la ciudadanía justificar o tolerar la brutal represión sin indignarse?
Nadie puede negar la naturaleza pacífica de un movimiento ciudadano surgido como reacción ante la insensibilidad de los partidos políticos, la injusticia social y los abusos del capitalismo. Pero tampoco nadie puede negar que también es natural la forma en que reacciona el «sistema» y más evidente se hace esa naturaleza violenta, cuando el gobierno es de un partido de derechas. Esto ha de hacer reflexionar a los indignados sobre los peligros de la generalización. Si lo que M-15 no quiere es una revolución, debe reconocer que los partidos políticos son parte indispensable de la democracia y, por tanto, sería un error confundir cuales pueden ser sensibles al ideario de los indignados con los que abiertamente lo repudian. Todos los partidos políticos no son iguales, pero es bueno recordar a los menos iguales que han de actuar siempre como representantes de los ciudadanos y no como máquinas burocráticas de poder.
La brutal represión sufrida por los indignados de plaza Catalunya ha sido aplaudida por el gobierno autónomo de Madrid, que pide el inmediato desalojo de los indignados de plaza del Sol, considerando la acampada un asentamiento de chabolas. Sin embargo, hasta ahora y quien sabe hasta cuánto tiempo, el gobierno socialista aguantará la presión de la poderosa presidenta de la Comunidad de Madrid, ahora que ha sido avalada por miles de votos dignos, de quienes no aprecian motivos de indignación ante sus abusos de poder, su prepotencia, su corrupción y su manipulación a través de los medios de comunicación que controla.
No es casualidad que quienes se ofrecen como salvadores de la crisis (de la patria, diría en otros tiempos), apenas llegan al Gobierno, empiecen por recortar los presupuestos de Cultura, Educación y Sanidad y repriman violentamente a los ciudadanos que protestan. Este ejemplo de comprensión dado por la derecha moderada en Cataluña, debería hacer reflexionar a los indignados sobre el peligro en que se hallan los derechos sociales tan arduamente conquistados por la clase trabajadora y sobre el oscuro horizonte que se vislumbra si el apartidismo deja el campo libre a los indignos, tal como ha sucedido en las elecciones del 22-M.
Los indignados, movimiento que parece abogar por una restauración ética que favorezca la paz y la justicia social, debería resignar ciertos comportamientos ácratas y reconocer que sus actos son políticos y que, como tales, tienen consecuencias. Que las mismas sean positivas depende de la claridad de sus objetivos. La indignación no es una fiesta popular. Es lucha, resistencia contra el mal. Y el mal siempre da palos. Se puede ser apartidista, pero no apolítico. De nada sirve el buenismo sin una toma de posición política activa. Y, aparte de otras, la forma más elevada de la acción ciudadana en democracia es el voto. No la abstención, ni el voto en blanco o nulo. Estas son formas de escabullir el bulto. Tirar la piedra y esconder la mano.
La brutal represión sufrida por los indignados de plaza Catalunya ha sido aplaudida por el gobierno autónomo de Madrid, que pide el inmediato desalojo de los indignados de plaza del Sol, considerando la acampada un asentamiento de chabolas. Sin embargo, hasta ahora y quien sabe hasta cuánto tiempo, el gobierno socialista aguantará la presión de la poderosa presidenta de la Comunidad de Madrid, ahora que ha sido avalada por miles de votos dignos, de quienes no aprecian motivos de indignación ante sus abusos de poder, su prepotencia, su corrupción y su manipulación a través de los medios de comunicación que controla.
No es casualidad que quienes se ofrecen como salvadores de la crisis (de la patria, diría en otros tiempos), apenas llegan al Gobierno, empiecen por recortar los presupuestos de Cultura, Educación y Sanidad y repriman violentamente a los ciudadanos que protestan. Este ejemplo de comprensión dado por la derecha moderada en Cataluña, debería hacer reflexionar a los indignados sobre el peligro en que se hallan los derechos sociales tan arduamente conquistados por la clase trabajadora y sobre el oscuro horizonte que se vislumbra si el apartidismo deja el campo libre a los indignos, tal como ha sucedido en las elecciones del 22-M.
Los indignados, movimiento que parece abogar por una restauración ética que favorezca la paz y la justicia social, debería resignar ciertos comportamientos ácratas y reconocer que sus actos son políticos y que, como tales, tienen consecuencias. Que las mismas sean positivas depende de la claridad de sus objetivos. La indignación no es una fiesta popular. Es lucha, resistencia contra el mal. Y el mal siempre da palos. Se puede ser apartidista, pero no apolítico. De nada sirve el buenismo sin una toma de posición política activa. Y, aparte de otras, la forma más elevada de la acción ciudadana en democracia es el voto. No la abstención, ni el voto en blanco o nulo. Estas son formas de escabullir el bulto. Tirar la piedra y esconder la mano.