Fue en el Renacimiento cuando el hombre europeo cobró conciencia de su individualidad y de su capacidad para transformar el mundo. Esta idea básica que se desarrolla orientada por los principios humanísticos transforma la concepción que se tenía del artista y de su obra. El primero deja de ser tenido por un mero y anónimo artesano y la segunda deja de ser considerada un producto artesanal de significación religiosa, militar o civil, como atañía al sistema feudal.
En el nuevo orden, la conciencia de individualidad permite a cada cual alcanzar su propia verdad. Como escribo en el prólogo a la biografía de Leonardo da Vinci [Editorial Sol 90], «es entonces cuando el genio –concepto que nace con la idea de propiedad intelectual-se convierte en ideal del arte, en tanto éste representa la esencia del espíritu humano y su poder sobre la realidad», para decirlo en palabras de Arnold Hauser.
A partir de aquí el concepto de originalidad surge como fruto de un proceso en el que el artista, si bien trabaja con el mismo material, la misma historia que los artesanos, es capaz de añadir una visión, una narración, un sesgo particular a ese material o historia. La originalidad es el modo de mirar, de hacer el trazo o de narrar que traduce la pasión del alma y traspasa la realidad evidente. La orignalidad no es la historia -y menos el argumento- ni el paisaje, sino el valor añadido que el artista confiere a éstos y que nace de su sensibilidad y experiencia, y de su particular propósito de exploración de la realidad y sus múltiples dimensiones.[Ilust. Las Meninas, de Velázquez (izq.); Las Meninas, de Picasso]