En 1907, Constantin Brancusi dio en su obra un paso fundamental con el que contribuyó decisivamente a una nueva concepción de la escultura moderna. Ello ocurrió cuando el artista rumano volvió sus ojos al origen y en la materia entrevió la infinitud.
Su Beso original guarda en la piedra calcárea la grafía de ese primer impulso, aún incontrolado, de quienes descubren y sienten la atracción misteriosa e irresistible del otro. El hombre y la mujer aquí abrazados sintetizan la inefable identificación que armoniza y unifica sus rasgos individuales.
La huella tosca que Brancusi deja en la piedra revela la tierna torpeza del primer y acaso único reflejo. Quizás ese mismo reflejo especular que Narciso vio temblar en las aguas de la fuente en el momento de reconocerse. La forma simplificada, esencial, en que el tiempo y la materia son uno. En el que la historia cede al instante. [El beso, 1907, Constantin Brancusi-Museo de Arte de Craiova, Rumania]