Cuando a Mahmoud Ahmadinejad se le reprochó que en Irán se reprimiera a los homosexuales, rechazó la acusación aduciendo «en mi país no hay homosexuales». Esto me recuerda el chiste en el que un tipo le dice a otro, «pues, en mi país, somos todos machos», y el segundo le responde, «pues mira, en el mío, somos mitad y mitad y la pasamos muy bien». Es decir, la convivencia y el bienestar pueden alcanzarse con el reconocimiento y aceptación del otro, al margen de su condición u opción sexual. El machismo cultural se hace más violento e intolerable en la medida que la sociedad nacida de la razón evoluciona hacia el horizonte de la igualdad.
El camino recorrido desde la Revolución francesa hasta el presente es largo y dramático. Si bien entonce su lema, «Libertad, Igualdad, Fraternidad», sentó las bases de nuevas formas de relación individual y social, una de sus protagonistas, Olympe de Gouges, perdió su cabeza en la guillotina cuando abogó por la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. Los machos jacobinos de la Revolución se rebelaron contra la idea de reconocer a la mujer como un ser social y político igual al varón. De este modo, las democracias occidentales han avanzado con un sufragio universal mutilado y desequilibrios en las estructuras sociales hasta que progresivamente y no sin lucha los países más civilizados han reconocido a la mujer el derecho a una vida política activa igual a la del varón.
No obstante, al filo de la primera década del siglo XXI, en plena era de globalización, la mujer sigue enfrentándose a distintas formas de violencia nacidas del temor atávico del varón (hombre tiene una connotación de dignidad que muchos varones no se merecen) a perder la hegemonía que le ha dado una cultura político-religiosa patriarcal. A partir de aquí, cabe inferir que la violencia del macho está en su incapacidad para vivir en una sociedad encaminada a superar los esquemas patriarcales y a establecer formas más armónicas e igualitarias de convivencia. [Figura femenina hallada en el Tell Halaf, Siria. 4600-4400 a.C. Musée Barbier-Mueller, Ginebra]
El camino recorrido desde la Revolución francesa hasta el presente es largo y dramático. Si bien entonce su lema, «Libertad, Igualdad, Fraternidad», sentó las bases de nuevas formas de relación individual y social, una de sus protagonistas, Olympe de Gouges, perdió su cabeza en la guillotina cuando abogó por la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. Los machos jacobinos de la Revolución se rebelaron contra la idea de reconocer a la mujer como un ser social y político igual al varón. De este modo, las democracias occidentales han avanzado con un sufragio universal mutilado y desequilibrios en las estructuras sociales hasta que progresivamente y no sin lucha los países más civilizados han reconocido a la mujer el derecho a una vida política activa igual a la del varón.
No obstante, al filo de la primera década del siglo XXI, en plena era de globalización, la mujer sigue enfrentándose a distintas formas de violencia nacidas del temor atávico del varón (hombre tiene una connotación de dignidad que muchos varones no se merecen) a perder la hegemonía que le ha dado una cultura político-religiosa patriarcal. A partir de aquí, cabe inferir que la violencia del macho está en su incapacidad para vivir en una sociedad encaminada a superar los esquemas patriarcales y a establecer formas más armónicas e igualitarias de convivencia. [Figura femenina hallada en el Tell Halaf, Siria. 4600-4400 a.C. Musée Barbier-Mueller, Ginebra]