Si una obra de arte -literaria, plástica, escultórica- apunta a la esencialidad, el campo significativo dibuja un amplio horizonte de sensaciones e interpretaciones que dialogan con las emociones, ideas, experiencias, estados de ánimo, etc., del lector/espectador. ¿Cuántas lecturas tiene El Quijote, de Cervantes? ¿Cuántas visiones tiene Las meninas, de Velázquez? ¿Cuántas o qué tipo de emociones provoca El hombre caminando, de Giacometti?.
Cuando Gretel Broyn me dice que su idea al hacer la serie de Nudos era «más lírica, el punto donde confluyen los puntos», que mi interpretación de su obra como una metáfora de la angustia cotidiana, saca a la luz el diálogo secreto entre el fruto de su creación y el espíritu de un espectador.
El beso, de Constantin Brancusi, trata antes del abrazo de un hombre y una mujer que del amor o del sexo. La belleza de esta escultura, en la que los personajes son dos individualidades que forman el bloque pétreo, radica para mí en que el abrazo ha sido despojado de esa sentimentalidad romántica que, en la sociedad occidental, corrompe el vínculo amoroso convirtiendo a los amantes en propietarios el uno del otro. Aquí, ambos se abrazan desnudos, entregados, según la forma en que se rodean con sus brazos y la simetría de sus perfiles, a una unión tan serena como libre. Estoy seguro de que el escultor rumano, cuando en 1916 empezó a trabajar en esta escultura [en 1907 ya había esculpido otra similar] estaba más preocupado por la forma, los volúmenes y la textura, que por cualquier otra cosa. Lo que quiero decir es que, independientemente de las intenciones artísticas del autor, El beso entabló un diálogo conmigo que me produjo (me produce) un intenso placer estético y enriqueció mi biografía espiritual. Esta escultura está en el origen del verso con el que abro el poemario O las estaciones: «El abrazo es el escudo de los amantes».
[El beso, de Constantin Brancusi, 1916. Philadelphia Museum of Art]