En el origen de toda violencia late el irracional deseo de aniquilación del oponente, la oscura idea de negación del otro. Los antiguos códigos de leyes –también los modernos códigos penales- y los libros sagrados son un intento cultural de regular esta tendencia de las sociedades humanas y de darle un sentido superior. Un sentido que se traduce en conceptos como dios, patria, nación, estado e incluso justicia y libertad, que, en nombre de la convivencia y la paz, mitifican y justifican las guerras, las cruzadas y el terror.
Dentro de este patrón ideológico que ha prevalecido a lo largo de la historia, la tortura ha sido y es uno de los más aberrantes instrumentos de violencia utilizados por algunos pueblos o grupos de poder, que no sólo procuran la aniquilación física del otro, sino también su humillación y quiebra moral. En el mundo occidental, el uso sistemático de la tortura en la era moderna puede convenirse que se institucionalizó desde que los nazis la aplicaron durante la Segunda Guerra Mundial, el ejército francés hiciera lo propio en Indochina y Argelia, y Estados Unidos la adoptara como arma imprescindible de la guerra fría.
De los centros de tortura usaítas, el más famoso de los cuales ha sido la Escuela de las Américas – actual Instituto de Cooperación para la Seguridad Hemisférica-, han egresado miles de torturadores que han nutrido los ejércitos y policías latinoamericanos y los cuerpos especiales del ejército y empresas mercenarias estadounidenses. Los ejemplos de Abu Ghraib y Guantánamo nos muestran la impudicia del horror –la humillación de la víctima y la bajeza moral del verdugo-, pero la defensa política y hasta jurídica de su necesidad como mal menor para combatir el terrorismo, manifiesta el grado de perversión ética de sus ideólogos. Por esto, cuando la impunidad del poder y la indiferencia social amenazan con naturalizar el mal como estilo de vida, la responsabilidad civil del artista es recordar a los ciudadanos qué significa ser humano. [Tríptico de Fernando Botero. Exposición en el Museum of Art of American University, Washington DC, noviembre-diciembre 2007]
Dentro de este patrón ideológico que ha prevalecido a lo largo de la historia, la tortura ha sido y es uno de los más aberrantes instrumentos de violencia utilizados por algunos pueblos o grupos de poder, que no sólo procuran la aniquilación física del otro, sino también su humillación y quiebra moral. En el mundo occidental, el uso sistemático de la tortura en la era moderna puede convenirse que se institucionalizó desde que los nazis la aplicaron durante la Segunda Guerra Mundial, el ejército francés hiciera lo propio en Indochina y Argelia, y Estados Unidos la adoptara como arma imprescindible de la guerra fría.
De los centros de tortura usaítas, el más famoso de los cuales ha sido la Escuela de las Américas – actual Instituto de Cooperación para la Seguridad Hemisférica-, han egresado miles de torturadores que han nutrido los ejércitos y policías latinoamericanos y los cuerpos especiales del ejército y empresas mercenarias estadounidenses. Los ejemplos de Abu Ghraib y Guantánamo nos muestran la impudicia del horror –la humillación de la víctima y la bajeza moral del verdugo-, pero la defensa política y hasta jurídica de su necesidad como mal menor para combatir el terrorismo, manifiesta el grado de perversión ética de sus ideólogos. Por esto, cuando la impunidad del poder y la indiferencia social amenazan con naturalizar el mal como estilo de vida, la responsabilidad civil del artista es recordar a los ciudadanos qué significa ser humano. [Tríptico de Fernando Botero. Exposición en el Museum of Art of American University, Washington DC, noviembre-diciembre 2007]